Esta trama da cuenta de un lenguaje intoxicado, donde el idioma es un campo de batalla. El silencio sobre un genocidio no reconocido deforma el proceso de la memoria. En esa desorientación, entre memoria y olvido, la narradora escribe sobre la resistencia. Un aguante que la ficción traduce en saturación o en suspensión de imágenes, tanto de las escenas públicas de la devastación como de las íntimas y privadas, observando en el texto mismo la traspolación de los programas que estatuye el poder desde lo bélico a lo sexual, desde lo histórico a lo individual. Así, la autora muestra cuerpos, para significar personas. El dis-positivo fotográfico como entierro, como institución, evoca una grafía de la muerte. La puesta en escena equivale a una puesta en palabras. De tal manera, la exhibición y su teatro consolidan sus rituales en una especie de consolación. El texto como lugar que se hace cargo de la víctima, sostiene su imperativo, ejerce su potencia de apropiación, dispone la máquina que captura la vida en otra crueldad. Ahí donde no se pudo anular la violencia heredada, el argumento convierte al oprimido en victimario, el tópico arrasador de la reivindicación. La escritora desgasta al sobreviviente y a su descendencia en un incesante encierro de la sintaxis. La discontinuidad en la narración representa la violencia que ejerce el trauma sobre los sujetos. El lector buscará en vano una coherencia lógica allí donde la calamidad ofrece sus consecuencias estéticas, psicológicas y políticas dentro del propio discurso.
Por Ana Arzoumanian
Publicado el 25.11.2017
Si tengo miedo, apago los ojos. Entonces no escucho eso de que si te caés te rompés el alma. Porque yo no sé hablar. Cuando apago los ojos es como si fuera de noche. Y a la noche, que es a toda hora que apago los ojos me da ganas de tocarme para ver si todavía estoy ahí. Muevo el brazo, busco las piernas. Cuatro veces en una hora, me digo. Y no veo. Y es como caerme. Cierro los ojos tanto, y las manos tan en las piernas, y la cabeza debajo de cualquier cosa, que ya no hay afuera. Si no tengo afueras no habrá peligro de caerme. Cuatro veces en una hora, o dos veces por día, o todo el tiempo. Si no, salgo corriendo. Y si corro, puedo caerme.
Un repertorio de palabras que pueden decir te mato y no matar. Lo que conserva la vida a cambio de escuchar el odio. Como tomar de un vaso sin borde un agua profunda, negra como carbón que va a ser encendido.
No sé hablar. En lugar de levantarme luego de un cruce de salivas, hay un escenario que exhibe, expone. Un teatro de marionetas que no hablan, dicen cosas intrascendentes para que te quedes. Para retenerte. La madera zozobra bajo un cordel que las mueve. Un mero oír si te caés te rompés el alma. El privilegio seminal de lo escrito porque una voz que es desoída suele enmudecer. Por eso escribo. Escribo que no me hablás. Que una actora es quien representa, la demandante en un proceso, la que pide.
Dejaré de apagar los ojos cuando se me pase el miedo. Tiro la cabeza hacia atrás, hago un puentecito; las piernas hacia el piso. Vos te arrodillás sobre la cama. Yo parezco una letra L invertida; vos a la altura de mi boca, las piernas a los lados. En el instante en que si te abandonaras me aplastarías. Si te abandonaras y me aplastaras yo terminaría desgarrando las mandíbulas. Por eso cierro los ojos.
Nací en Buenos Aires, en el año 1962. El abuelo había muerto hacía ya cuatro años.
Reconstruyo con retazos los fragmentos. El soguero es el personaje que trenza una cuerda que un animal devora a medida que crece. El proceso de pensar no puede afirmar y tampoco puede negar; es sin solución. La violencia ciega y actual de la pura acción. Están huérfanos de verbo el asesino y la víctima, los espectadores, los testigos que ven y los que no ven, los jueces que juzgan y condenan, el tribunal. Mis piernas y mis manos se volvieron de vidrio. Las lastimo y no siento dolor; sólo me queda la boca que no habla. El primer principio del arma es la ampliación. Hombro con hombro, escudo con escudo. El casco cerrado de la falange griega. Planchas de hierro, caballos de frisa, torres. La protección comienza con el blindaje del propio cuerpo.
Aprovechan la oscuridad de la noche para acercarse con sigilo y atacar al romper el alba. Yo me transformo en plantas, en arbustos.
El sueño de la protección perfecta es un sueño de no tener cuerpo.
Un temblor. Contracciones rítmicas alternadas de varios grupos musculares. En los dedos, en el pie, un movimiento de pedal. Aprendí a no llorar. Dicen que desde el llanto que dura mucho se llega fácil a la locura. El cerebro queda desprovisto de esa humedad de las lágrimas, entonces no pueden frenarse los ardorosos impulsos del corazón; precipita a la furia. Del excesivo ardor, nace el olvido.
Veo los objetos que están estáticos, pero no percibo el movimiento. Si se vierte el café, veo el plato, la taza; pero el chorro aparece como una columna helada e inmóvil. Por eso no quiero desperdiciar ni una sola gota de lo que en vos se calienta, mientras me decís que no te interesaba que la nena que te chupaba a los doce años estuviera con otros hombres, si total no era tu novia.
La cuestión no es cómo habla una muda, sino cuál es su deseo de palabras. No soy tu novia.
El abuelo había muerto hacía cuatro años. El abuelo era un vacío que se me había infiltrado. Algo que se extinguió. El desierto. La Turquía asiática donde se eliminaban nueve de cada diez armenios. Era los centros de reinstalación en los desiertos de Siria y Mesopotamia, los campos de refugiados al norte de Siria e Iraq; era los campos de concentración a todo lo largo de Bagdad. Eran las niñas esperando su admisión en el Orphan City en Alexandropol.
Aprendí castellano a los cinco años. Durante esos primeros años, cuando se dirigían a mí en armenio era a él a quien hablaban; a él que había muerto hacía varios años. A las niñas de él que se morían de hambre en la puerta de los orfelinatos mientras lo buscaban por todas partes. A las hijas de él que se morían amándolo odiándolo porque él ya no estaba. ¿Quién había desaparecido para quién?
Una vez en Buenos Aires, tenía que encontrar un trabajo para subsistir sin hablar. Se colocaba la cámara a la altura de la boca y fotografiaba a las personas que escuchaba. Como un pornógrafo fotografiaba lo que quería ver: imaginarlas existentes. Nitrato de plata sobre una película clásica. Anticipar con la memoria lo que el ojo no podía ver; lo invisible. Sobre eso que nunca era un objeto. Era poseer algo que no se podía mirar.
El abuelo es un personaje narrativo.
Hubiera sido, si alguien me hubiese contado esta historia. Una historia. Pero no; el abuelo está en la lengua. Una lengua que suena mal.
El abuelo imaginaba todas las cosas vacías. Cómo hubiera dicho, esto o aquello es verdadero, si no percibía ni esto ni aquello. Si las cosas eran vacías no se destruían. Combustiones fugaces de elementos que surgen y desaparecen. La textura de eso que llamo ilusión.
Trabajaba sacando fotos en las plazas. Salía a las plazas para ofrecerse, para perder ese tercer ojo desbordante de toda vista. Para disparar. Para convertir en testigo al que miraba de que todo armenio varón menor de cuarenta y cinco años se alistaba en las tropas otomanas. Que se enlistaban para luchar junto a Alemania y contra el orden zarista. Que del otro lado había otros armenios, armenios rusos que formaban parte del ejército del zar. Que los armenios varones menores de cuarenta y cinco años; él, fueron declarados traidores por su nacionalidad. Fueron obligados a realizar trabajos forzados. Los mandaron a las caravanas. Arrancaba pasto o plantas o cualquier cosa para masticar. El asunto era buscar quién vive, quién respira, quién grita. Era durar. Durar para que dijeran no lo matamos nosotros; murió.
No te agaches a buscar agua, si te caés te podés romper el alma, pero ¿qué parte de vos sería el alma?
La instantánea, la huella física de una memoria sensual. Esa predicación silenciosa que sueña con una saciedad y mira. No es el abuelo. Es que me hagas visible. Congelar la imagen; inmóvil, descarnada.
Calmate.
Me agarro de la garganta. Me ausento porque no hay antes ni después en el amor. Te pregunto cómo eran los labios de aquella niña. No te acordás. Lo único que recordás de ella era eso que decía de vos, eso que te hacía. Una coagulación por contigüidad, por propagación. Deshacerse de todo. Lo indisponible, desaparecer en el cuerpo como cuerpo.
Calmate.
El abuelo se vació de sí mismo, de ir a ninguna parte, de un no te hablo más. No habló porque el asunto era durar.
Documentos. De la garganta a los huesos de la clavícula, el tramo que va de la palabra a su raíz, el fin de la tráquea. Ahí donde las mujeres africanas lucen sus collares metálicos. Tomame una foto hasta ahí. Las fotos no son pinturas colgadas en museos, guardadas con carteles rezando: no se toca. Para que sienta el desborde de tus manos en la superficie del cuerpo y no me calme. No me dejes acá, así, durando. Que no digan se murió sola, como un notificar que me di muerte. Cuando te pregunto qué es esto, quiero decir dámelo. Documentos. Buscar el origen. En la mesa; la madera, la pintura. En las personas, una colección de realidades, un muestreo; el acecho al borde de los labios, una deserción. Cuando se tiene un hambre tan intolerable se llega a ver lo que no está. Por eso quiero que me fotografíes.
Dispará.
Ahora el que mire se convertirá en testigo. ¿Se puede tener un hijo por la garganta? Acaso la filiación sea una manera de escribir con luz sobre el cuerpo. Algo que no pueda ser negado. La destrucción de Cartago fue un éxito poco habitual. Los propios escombros de las explosiones de Varsovia protegieron los restos y bloquearon el fuego. Cortar la cinta. Echar la primera palada. Celebrar la demolición.
Haceme una marca.
Acá.
Cuando querían enseñar las reglas gramaticales del idioma armenio en el colegio me mostraban un mapa y una serie de fotos de ahorcados, de muertos de hambre, de una pila de cabezas. Una cuerda, un cordón que tomaba entusiasmada pensando ana- ana- ana y la tristeza se disipaba; se volvía combativa. Hubiera sido más tranquilizador para el abuelo que los animales no hubieran hablado y hubieran sido animales; que las paredes no lo hubieran golpeado y hubieran sido cosas. El cansancio de la imagen, su aturdimiento. Antes de tomar el barco, antes de huir de su pueblo se había tragado todas las monedas para que no le robaran. O eso era lo que contaba. Tomó un puñado de tierra, las puso en la boca de cada una de sus hijas, de su mujer. Fue como un sacerdote administrando la comunión. No tengan miedo, decía; pronto estarán con dios.
Así andaba con la cripta de su cuerpo. Con una pelvis que tenía una zona de pensamiento diferente a la del cerebro. Le ocurría algo que deseaba mostrar. Un mostrar en lugar de probar. Sabía que los espectadores se reúnen en gran número cuando se ejecuta a un delincuente.
Fotografiar: esperar la intimidad de esos dos cuerpos que se hallan en el mismo lugar. Colgado de su cámara, el receptáculo con su ventana de vidrio, ahí donde iban a parar las cosas que le hablaban en nombre de otros. Le sorprende cada operación. Despega, retiene una de las capas de un cuerpo hecho cosa.
El silencio que sigue a las preguntas no formuladas, amor. El yo del pasado ni existe ni no existe, actúa. Las palabras como reflejos de las palabras de otros. La imagen ficticia, su reproducción. ¿Qué ves?
Veo tus dedos succionando mis pezones. Veo el grosor de los pechos y un palo de ciego. Eso que en las tragedias griegas se llamaba yo y tenía tantas caras como las máscaras que se ponían sobre el rostro. Un palo de ciego, lo disponible de la pelvis que piensa diferente del cerebro y sabe que los dedos succionan.
Las fotos niegan que un predicado pertenezca a un sujeto. Ahí, en la cámara urna, en la cámara útero, las cosas no surgen ni cesan; aparecen o desaparecen.
Si se apoyaran una en la otra, habría continuidad; una narración. Pero el mundo no habla. La habitación donde dormía parecía un consultorio con una cama en el centro de la pieza. ¿Hasta dónde? ¿Hasta qué lugar del cerebro que no pensaba igual que la pelvis las fotos de los ahorcados comenzaron a excitarme?
Concebir con una pasión fría. Lo sabrás, lo sabrás, felizmente lo sabrás; se repetía. Como la imagen del verbo que sombrea en la virgen buscaba esa presencia real, la prueba que le daría la sombra; la manera en que cualquier cuerpo se interponía a la luz. No cualquier privación de luz, la interposición de tu cuerpo. Cuando la encarnación ocurra, pensaba, la virgen abrirá su manto y expondrá su vientre. El color sombra es el color carne en su estado menos diluido. Mezcla el azul con un pincel, pasa tres o cuatro veces sobre el vestido. Toma un poco de negro e índigo y sombrea los pliegues. Busca la sombra que cura como ese poder que tenían ciertas manos de curar a los enfermos con sólo tocarlos. Mis pezones de tanto succionar aparecen más duros, más rojos, más pesados.
La penetración del ojo. Se dice que los mongoles desaparecían tan repentinamente como habían aparecido. Las armas del débil no eran la piedra, el hierro o la pólvora; era el disimulo, la sorpresa. Entendió que el arma más sencilla era el cuerpo, sólo era cuestión de saber cómo lastimar al otro. Modular la acción.
Hiciste bien en no estar durante el parto de tu mujer. Le hubieras puesto tu mano sobre los ojos como cuando se los cierra luego de muertos. No hubieras soportado ver el cuadro. Hubieras quedado con los ojos desprendidos de tu cuerpo frente al acto del cuchillo. Ella te hubiera dicho, no veo las piernas. Vos, todavía tapándole los ojos con tus manos; empujá. Y cada vez que ella empujaba, la carne se abría. Más. Se despedazaba algo que habías amado. Ahí donde sólo entraba tu lengua, un dedo, dos. La superación de las distancias es igual a la aceleración del tiempo. Sabías que la velocidad es un arma. Entonces, cada vez más rápido: empujá, empujá. Ahí, habrías advertido que muerta la mantis puede simular la muerte. La hubieras visto, ella misma convertida en espacio. El éxtasis de su rostro. Vos, cerrándole los párpados, todavía. Las pestañas vibraban de sudor. Casi meada, ella. Quién sabe si la niña nacía entre sangre y excrementos. Ya no hubieras distinguido todo ese debajo de ella desgarrado de un lado a otro. Y ese olor a ese algo parecido a leche que ya le bajaba de los pechos. Trapos que empezaba a ponerse entre las piernas. Apenas podía sentarse, caminar. Vos la mirabas pasar y ahí, cuando hubieras debido amar a esa mujer tan madre de tus hijas, te desagradó el andar de ese cuerpo que gritaba haber sido arrasado, y no por tu miembro; no tu miembro. La odiaste. A ella. A tu hija. Fue cuando la parió, así partida al medio como estaba, que escuchaste que llegaban los turcos a la aldea. La necesidad de hacer silencio. Un refugio en el sótano cerca del río. Al cabo de una hora el bebé tuvo hambre y empezó a llorar. El padre sostuvo la promesa de silenciar a su hija si fuera necesario; comenzó a estrangularla.
Mi madre me tomó en sus brazos y corrió hacia la calle.
Esa frase es la que buscás retratar. Una imagen a partir de un negativo, la prueba que necesita la visión para restituir detalles que en la naturaleza se encuentran disociados entre luz y oscuridad. En un negativo de papel fibroso, granulado ¿ves las palabras?
Me muerdo la lengua hasta sangrar. Cuando aprendo una palabra me olvido de otra. El rayo de luz solar es refractado sobre una pantalla, se proyecta el espectro sobre un papel. Así aparecen los rayos invisibles más allá del violeta. ¿Ves las palabras?
Las funciones de las glándulas se relacionan con los niveles de luz del ambiente. Pensemos en el espaciamiento, el encuadre es una rotura en el tejido de la realidad.
Ella tuvo que saltar sobre una cerca, pero como el bebé era muy pesado tuvo que lanzarlo primero por arriba y luego saltar ella. Por el dolor que le causaba golpearse contra el piso, la niña se despertó. Hablar de vistas en lugar de paisajes. La cara que buscás: de recién despertada, de recién golpeada, de dolor. Medir el espacio de exposición y contar con la prueba cuando el ver te ubica en otra parte.
No supimos más nada de mi padre desde entonces: ¿Ves las palabras? Ésta es la frase que no está. Ninguna huella de ese conjunto de gestos sobre el papel.
Para apoderarse de lo que se está moviendo y convertirlo en historia, hay que detenerlo. Él sabía que para apoderarse de algo, había que situarlo, darlo a encerrar.
La tierra se va ahuecando para extraer mineral, oxígeno, agua. Su lecho rocoso entra en peligro de derrumbe. Para evitar el desastre, se inyectan desechos en las galerías vacías de las minas. Las mujeres parían de diez a veinte hijos, se deshacían del más débil. Los exponían por las noches en lugares lejanos. Una pornografía de la degradación. Escombros. Edificios derrumbados. Letrinas. Seguir el rastro fétido de ese animal mal herido; adiestrar el cuerpo. Cuando quería ver cómo caminaba, buscaba lastimaduras.
Este es un intento tembloroso de rescatar un resto de realidad. Un efecto de pena.
Cuando decía mi cuerpo, lo decía con el deseo de destruir un objeto o de ser destruido por él.
Una pasión por desligarse que no acaba nunca, no tiene fin.
La historia es el lugar, la lente donde proyecta sus espacios desolados. Las azoteas, las vías muertas de los ferrocarriles, los edificios vacíos. Los hoteles de veraneo, grandes y desocupados. El abuelo es un trapero, un buscador de huesos.
El consumo se materializa al comer, se introducen cosas, se las descompone, se adquiere. Destruir como las hogueras, sobre todo cuando consumen algo reconocible. Él se las comía vivas.
Buscaba fotografías de víctimas de ojos grandes como sucedió más tarde con las figuras hambrientas en los campos de Biafra a finales de los sesenta.
¿Podés mirarme y soportarlo?
Las ansias en todo el cuerpo apretándose, balanceándose, te lame con desesperación hasta ponerte tieso. Cuando escucho la furia de la sangre precipitándote, me tapo los ojos. Oigo como salís de tu sexo. En tiempos bíblicos se daba como ofrenda al primogénito para aplacar al muerto; luego fue sustituido por un animal.
Sucedieron cosas como éstas.
Tensás los pezones hasta hacerlos perder, de tal manera que ya no puedo decir, mi cuerpo.
Esto es peor.
Sustituyo al animal.
La esposa y las hijas del abuelo se quedaron esperando apoyadas al tronco del árbol. Abajo del árbol tenía que haber agua.
Esta es una historia destruida.
Muertas de sed, la esposa decide tomarse el orín de las niñas.
¿Quién imagina?
Se deshidratan, se están envenenando por dentro. ¿Quién?
Guardo en la cartera una botellita de agua fresca. Te ofrezco. Conversamos. Te pregunto si querés orinar.
Una cita, el epígrafe. Una información de lo que sucede en otro sitio. Un mapa con la indicación de los desminados. La remoción de las minas para que los desplazados puedan regresar a sus hogares. El abuelo aprieta los dientes, corrobora los estudios de impacto. En giros tortuosos, la cámara se aproxima al espectador auxiliada por una lente de aumento. Algo se ve mejor.
Hubo siempre una interdicción de retratar el rostro de los muertos al descubierto. Otra cosa es ilustrar con una montaña de cráneos o sobrevivientes esqueléticos.
Él sabía que la memoria moriría con él, por eso paseaba por las calles de la ciudad con su mirador a cuestas con el deseo de convertirse en un espectador de calamidades y renovar recuerdos. Crear trazos nuevos en la ausencia de paisajes. Hacer de la luz un revoltijo de cuerpos.
El roce voluptuoso de mis pechos en tu espalda. Me muevo sobre vos. ¿Te acordás? Las manos a los lados, debajo de tu cuerpo que está debajo del mío. La memoria de cada cual muere con cada cual. Por eso exhibo. Las imágenes quedan incrustadas en el papel.
Retoca las fotos con azul y negro para darles a las caras un signo de estrangulamiento. Es un error creer que la violencia acaba cuando alcanza un fin. Entra a las iglesias, busca a los crucificados colgados de los pies. Observa cómo el pintor muestra a la víctima, no al ejecutor. Cuanto más se agarra de lo que encuentra, siente menos apoyo. El cuerpo tiembla, se agita, quiere salirse de donde está. Quiere huir; no puede. El ahorcamiento es una ejecución a secas; sin sangre. Lo que ve está rapado y desnudado. Lo que ve siente la compresión de la sangre en la cabeza antes que en la garganta. Retoca con azul y negro para que el tiempo se rompa.
La constancia del mundo desaparece.
Construyó un cuarto oscuro en la cocina, allí hacía negativos separados de color. Se sienta al borde de la silla, busca el punto exacto entre las vértebras para cortar la cabeza de un solo tajo. Así absorbe el tiempo de las personas, no hay adentros ni afueras. Espera el sobresalto y espera de nuevo el sobresalto. Decían que había perdido la memoria, por eso iba todos los días a ver la imagen de los crucificados. No encontraba a los atados por los pies. Siente que el cuerpo es aquello que puede poner fin a su vida.
Esto no me está ocurriendo a mí.
Cuando uno mira todo el día a través de la lente de aumento no se atreve a mirar a la gente. El sótano, el corredor, la celda, las puertas que se abren y cierran. El único lenguaje es la voz del interrogatorio. Ahora la pregunta es como una escena, una disección. Por cruel que sea la violencia, para el que mira, un espectáculo.
Esta puerta que no cerrás, detrás de esta puerta, el pasillo, a lo largo del pasillo otros cuartos sin llave. Este cuarto que no es un cuarto funciona como una cámara. En papel amarillento sentirte hasta ahogarme. Una sombra proyectada por la luz sobre una superficie que fija la huella de tu líquido. El espesor del cuerpo se evapora, cuando la mirada alcanza el borde, la carne ha desaparecido. El cuerpo se derrumba, pierde su sustancia fundiéndose en el papel.
Tu pasión por ver lo destruido no me mira mientras me cogés. El fuego es tan insaciable como la fuerza que aniquila, cuanto más te doy se despierta en vos, no el placer de recibir, sino el de destruir más. Como un columpio me suspendo con las manos atadas. No me besás, no acariciás con tus dedos la humedad pesada de mi entrepierna. Una preparación, un borrado de huellas. No te importa que detrás de la puerta sin llave alguien pueda imaginar qué cosa es ese ir y venir de un roce. La fotografía es un testigo falso, una mentira. Cuando me vaya, retocarás mi cara con un tinte azulino y pareceré ahorcada.
La protección comienza con el blindaje de las palabras.
Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina. De formación abogada, ha publicado los siguientes libros de poesía: “Labios”, “Debajo de la piedra”, “El ahogadero”, “Cuando todo acabe todo acabará” y “Káukasos”; la novela “La mujer de ellos”; los relatos de “La granada”, “Mía”, “Juana I”; y el ensayo “El depósito humano: una geografía de la desaparición”. Tradujo desde el francés el libro «Sade y la escritura de la orgía», de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, “Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto”, de Susan Gubar. Fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem para realizar el seminario «Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión», en Jerusalén, el año 2008. Rodó en Armenia y en Argentina el documental “A”, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República trasandina, un largometraje en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en la dictadura militar vivida al otro lado de la Cordillera, y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010). Es miembra de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela “Mar negro”, por el sello Ceibo Ediciones.
Imagen destacada: El actor trasandino Diego Velázquez en un fotograma del filme «La larga noche de Francisco Sanctis» (2016), de los realizadores argentinos Francisco Márquez y Andrea Testa