«Parásitos», de Bong Joon Ho: La imitación de la realidad

Si bien el filme surcoreano ganador del Oscar 2020 –destinado a la Mejor Película del año–, evidencia en su argumento claras contradicciones de clase y prevé una catástrofe anunciada, no deja de sentirse en su desenlace y análisis final cierta dosis de artificio, de una exageración absurda que hace que la conspiración se escabulla y se transforme en algo fatuo, carente de auténtica sostenibilidad.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 13.2.2020

“La vida no puede ser planificada…”
Bong Joon Ho

Los parásitos rondan por doquier. Son seres ínfimos en la inmensidad cósmica, desde pulgas y piojos hasta individuos de la raza humana que gozan de aparente identidad. Larvas parásitas hay en los peces, en los vegetales, bacterias que seducen y alteran la intimidad más secreta. Viven y sobreviven al interior de otras especies que los hospedan y se supone que causan algún tipo de daño, de enfermedad, las desnaturalizan o terminan de corroerlas de tal manera que su estructura material queda reducida a cero. Con el paso del tiempo y su avidez, naturalmente.

Pues bien, el filme Parásitos pretende estructurarse bajo la idea de que existe un orden social desigual implícito y explícito, así se evidencie a cada momento que desde la periferia ciudadana se va consolidando una clase marginal, no obstante, el apoyo irrestricto de las tecnologías, que pretenden alzarse como el vehículo invisible y corpóreo que los vincula con el mundo real e irreal, cercano y distante a la vez.

Es a partir del uso de esos Aifon, entre otros factores entrecruzados que corresponde al espectador descubrir, que una familia empobrecida se “conecta” con otra acomodada y comienza a “penetrar” progresivamente en el ámbito interno de su cotidianeidad. El padre de este grupo familiar es el prototipo del buen burgués y su cónyuge, es el punto de equilibrio que establece las correlaciones con la empleada doméstica, el chófer, la profesora para sus hijos, en fin, el enlace hacia adentro desde ese mundo exterior donde pululan los “necesitados”, la mano de obra barata, el jardinero o el sujeto disponible que satisface los requerimientos de esa estructura humana y patrimonial que le es imprescindible para su supervivencia.

Parásitos, sin duda. Energúmenos de su propia antropofagia que los va devorando sin percatarse de sus verdaderas existencias, anodinas, desperfiladas, concentradas en la reproducción de bienes de consumo que justifiquen su razón de ser y estar en medio de una sociedad decadente que construyen a su imagen y semejanza.

En ese ámbito, los desheredados conciben un plan meticuloso y escalonado para “penetrar” ese espacio aburguesado que, obviamente, los seduce y atrae. La imitación de la realidad ajena se transforma en el leit motiv de una subsistencia empobrecida y desechable. Luego, ingresar subrepticiamente al interior de la mansión es casi una operación de ingeniería. O, mirado también, desde una perspectiva de supuesta rebeldía, una suerte de asalto a un remedo de Palacio de Invierno en un barrio residencial, claro está, sin que ninguna ideología revolucionaria sustente tal épica circunstancial y doméstica.

En una retahíla de suplantaciones programadas “los pobres y desclasados” se van nutriendo de las comodidades de la mansión usurpada “legalmente”.  El engaño va por dentro, solapado, macabro incluso, introduciendo un elemento de tensión permanente que solo tendrá como resultado el descalabro total de ambas familias. Es cierto, una pequeña fisura abrirá una incontenible caja de pandora y la mentira completa se hará patente. Desde el subsuelo emergerá la prisión contenida de quien ha ocupado subrepticiamente un refugio nuclear al amparo ignorado de sus habitantes y bajo la égida de la ex ama de llaves, que regresará a destiempo como el detonante final.

Los Parásitos, entonces, se verán desnudos y el tufillo de la miseria inundará el olfato del jefe de familia enfrascado en la fiesta de cumpleaños al jugar con sus hijos e invitados al guerrero que representa a los indios americanos. Allí, en esa parodia perturbada de las rivalidades secretas, la destrucción física será inevitable.

Si bien el filme evidencia claras contradicciones de clase y prevé una catástrofe anunciada, no deja de sentirse en su desenlace y análisis final cierta dosis de artificio, de una exageración absurda que hace que la conspiración se escabulla y se transforme en algo fatuo, carente de auténtica sostenibilidad. Podrá argüirse que fue una intención argumental y de dirección, pero también asiste la duda de ser una trama que se escapó de las manos y se fue a trastabillones por los pasillos de una mansión burguesa convertida en una ensangrentada tragicomedia teatral.

Hecha la salvedad, vale la pena apreciarla, establecer una evidente asociación de ideas con los conflictos sociales del libre mercantilismo que ocurren, no sólo en Corea del Sur, sino en nuestro país y en gran parte del endeble tinglado planetario.

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006). De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Parasite (Parásitos), de Bong Joon Ho (2019).