Durante este mes de septiembre que se inicia el escritor chileno lanzará su nueva novela -la cual será publicada por el sello Tajamar Editores-, y cuyo título es «Los psychokillers». A modo de recordar la exitosa trayectoria del autor nacional, ofrecemos esta reseña-entrevista que le hiciera nuestro redactor debido a su monumental obra «Pascua» (2014).
Por Nicolás Poblete Pardo
Publicado el 1.9.2019
“Cada quien tiene un dios”, “vivimos escapando”, “es divertido ver a un cura en slip”. Cualquiera de estas frases podría servir como título para una reseña de Pascua, la antepenúltima entrega de Marcelo Leonart (1970). Y, por supuesto, muchas otras frases de las casi 500 páginas que conforman la novela ameritarían otros, diversos títulos de lo que es uno de los proyectos más ambiciosos y logrados de Leonart hasta la fecha, pues el texto descarga un imaginario que se propone contener un universo que se desborda y que es necesario acotar con marcas narrativas que reconocen sus límites.
Aunque las primeras páginas nos sitúan en el año 1982, un año que marca la transición y nos muestra a la bisabuela octogenaria, Lilila (un cuerpo vacío de historia universal que, sin embargo, por su mera edad sirve para repasar hitos históricos, desde la crisis del salitre en el norte de Chile, hasta la Primera Guerra Mundial, pasando por el asesinato de Tucapel Jiménez), la narración se desperdiga en todas direcciones; hacia el pasado colonial chileno, hacia el pasado reciente y oscuro de nuestra dictadura, para llegar al año 2012 con los debates sociales más álgidos de los últimos tiempos.
Es difícil hallar una forma única o segura para referirse a esta novela, tal como sería imposible ofrecer un resumen de Gravity’s Rainbow o incluso de La colmena. Difícil también saber por dónde nos vamos a perder en su lectura si buscamos una narración convencional, pues en Pascua se entrecruzan distintas marcas históricas periféricas: conejitas playboy, películas de terror, noticias de la crónica roja, se mezclan con la violación de los DD.HH. durante nuestra dictadura, con los debates actuales sobre la discriminación de minorías y con la denuncia de curas pedófilos.
Acá hay, posiblemente, un afán de desjerarquización en la cobertura de la realidad, y es así como en esta tela convergen “personajes” tan dispares como James Hamilton, el Padre Hurtado, Claudio Bravo, el Chino Ríos, Yolanda Sultana, Patricia Maldonado, Santa Teresa de los Andes, el Padre André Jarlán, Cecilia Bolocco, Tom Cruise, Martín Vargas y Daniel Zamudio. Este último merece una prolongada revisión y se transforma en una de las escenas más dramáticas de la novela y que resulta difícil repasar. Zamudio hace un enlace con el artista italiano Pier Paolo Pasolini (quien “tenía que morir”, al igual que Zamudio y al igual que Gustavo, la figura central de la novela, si es que se puede hablar de “centralidad” en un texto como Pascua).
Junto al repaso de estas figuras, vemos biografías más humorísticas, como el perfil de Raquel Argandoña (etiquetada como la cara de las noticias durante la dictadura, en el programa “Sesenta minutos” o “sesenta mentiras por minuto”, una trepadora que va “escalando de pico en pico como eximia alpinista”), el de Sergio Diez, quien es comparado a Yoda; el de Karadima y otros en los que destaca un irreverente, algunos dirían blasfemo, sentido del humor. Y es que el humor es más que necesario a la hora de examinar nuestro dramático acontecer; el humor, extremadamente ácido en el caso de Leonart, actúa como un dispositivo que diluye la densidad y la opacidad que acompañan los sucesos que la voz revisa. Así, la narración dirige su foco hacia una infinidad de “personajes” que representan nuestra sociedad y los desnuda para denunciarlos de modo implacable, inmisericorde, con absoluto desparpajo. Se trata de una historia vista a través de escenas periféricas y eventos comerciales; esa historia que nunca se nos enseñó y que desmantela el arribismo de las clases sociales chilenas.
Pascua es una novela que juega, se burla, condena e intenta reivindicar y hasta hacer justicia. Desde su errónea definición como Navidad, hasta el patetismo con el que se emula la festividad en el caluroso hemisferio sur y sus “viejitos pascueros” de lo más penosos, Pascua es un engaño. Eso parece ser el hilo conductor: el engaño. En las últimas, delirantes páginas, la voz de la mismísima Quintrala aparece prediciendo el futuro dictatorial con Pinochet como cabecilla. ¿Qué es esto? Podemos preguntarnos.
La novela se alarga como Las mil y una noches; es la treta de Scherezade intentando postergar la muerte, pues a pesar de todas las divagaciones Pascua es una carta de despedida y un homenaje a un amigo muerto. Entre estos polos fluctúa la novela: entre la futilidad y la posibilidad de salvación. “Puede haber salvación entre tanta condena”, es el guiño frugalmente optimista con el que se calma el efecto desmoralizante que provoca la investigación de esta “realidad” (no solamente) chilena. Como en la encantadora imagen que relata uno de los personajes (La Canalla), quien admite emocionarse “al ver a una gatita manchada pariendo con un dolor de la putamadre y luego amamantando cariñosa a sus cachorritos, como si la vida fuera linda, en una caja de cartón junto a un basurero en la hardcore noche del Paseo Ahumada” (Página 337).
-La voz narrativa adopta tintes modernistas y ostenta una conciencia “supra” en torno a su construcción, como cuando manifiesta: “mi cómoda faceta de escribiente”, “no importa el modo, no importa el por qué. Hay algo en el impulso de contar que nos salva. O que nos condena”, “cambiemos por un segundo el punto de vista de esta escena”. ¿Qué ves en este procedimiento?
-Creo que la novela y la narrativa en general son formas que nos indican una estructura de pensamiento. Es a partir de esa estructura que podemos llegar a la emoción, a las ideas, a los personajes que la sustentan. Para mí el ejercicio de la narrativa (contar una historia) siempre ha sido fundamental. Pero así como se me hace vacía la arquitectura novelesca sin historia, la pura narración también se me hace insuficiente. Cuando escribo, trato de alejarme de ejercicios de impostura. El que está detrás de la novela soy yo, por eso lleva mi firma. Y plantear la ficción desde ese lugar me parece no honesto (no hay ninguna postura santurrona al respecto) sino que cómodo para llevar a cabo mi proyecto. Las historias que cuento no son gratuitas. Están en un contexto que sirve para ir desarrollando los temas que me interesan. Dejar abierta esa cocinería —dejar establecido que hay un narrador contando y construyendo la historia a medida que la novela avanza apuntando precisamente lo que al narrador le interesa— me permite ser más directo. Establecer mis coordenadas con respecto al escrito. Ojo: no tiene nada de moderno. Es más viejo que el hilo negro. Lo hacía Dostoievski y Dickens. Pero también Sterne y Cervantes. ¡Hasta el viejo Onetti lo hacía cuando le convenía!
-La Historia (junto con la ignorancia) es una de las preocupaciones de la novela. Hoy el repaso histórico no puede dejar de lado los estudios culturales. En ese sentido tu óptica de los acontecimientos privilegia un prisma más sociológico. ¿Cómo concebiste tu monumental paneo?
-Esta es una novela monstruosa, estamos claros. Los inicios fueron muy precisos. Pero al ir tirando del hilo de las historias y las obsesiones que me rodeaban (la idiotez de la religión, la precariedad del ser humano ante el deseo y la estupidez) + la siempre contaminante presencia de la realidad cotidiana en un país como Chile, me hicieron retrotraerme a lugares distantes pero inevitablemente conectados. ¿Cómo contar la historia de Karadima y James Hamilton (el padre K y Ojitos Azules en la novela) sin contar el hecho de sangre ocurrido en la familia del segundo el año 1976? ¿Cómo contar lo sucedido en el año 1976 sin contar lo que pasaba en Chile ese año?
Investigando, la Historia se me fue abriendo como una caja de Pandora. Quise hablar de un amigo y sus recuerdos me llevaron a la paliza en la que murió Pier Paolo Pasolini. ¿Cómo dejar fuera de esa paliza a Daniel Zamudio que murió mientras planeaba esta novela? ¿Cómo contar a Karadima sin Precht, a Precht sin la Vicaría y a la Vicaría sin la CNI? ¿Cómo hablar de Juan Pablo II sin hablar del Viejo Pascuero, cuando evidentemente representan lo mismo? ¿Cómo contar historias gay sin contar historias lésbicas? Esta novela es como una telaraña temática. Los personajes pueden no conocerse, pero están conectados por la violencia que la Historia ejerce sobre ellos a través de la ideología y la sexualidad. Empecé escribiendo una novela que hablara de actualidad y terminé haciendo una novela polihistórica. Es un viaje desquiciado, pero fascinante. Al menos para mí.
-Contrario a otras narraciones chilenas actuales que se esmeran por neutralizar el castellano local, en tu escritura se exalta el léxico característicamente chileno. También se percibe una preocupación formal (como cuando la voz debate sobre el uso del acento en la palabra sólo/solo).
-Hay pocas cosas que me interesen menos que neutralizar mi habla. Al contrario: escribir es darle un cauce, hacer que se abra camino. Yo soy mi novela. Quiero hacerme entender, por cierto. Pero no a costa de impostar mi lenguaje y todas sus variantes. No quiero ser un extranjero en mi propia prosa ni un traductor higienizado. Creo en el poder expresivo del habla —de mi habla— y de los personajes, cuando venga el caso. Y yo soy así, mezclado. Bastardo, contaminado. Con citas cultas y populares. Eruditas y rascas. Creo que mezclar a la Raquel Argandoña con Boccaccio y a Ricky Martin con Pasolini es parte de lo que vivo por estar con los pies puestos en la calle y en el mundo. En ese sentido la presencia de Pier Paolo es fundamental. Era un tipo con una cultura enorme, pero que participaba en debates por televisión. Una de sus películas trae los títulos ¡cantados por Domenico Modugno! Dicho esto, no me interesa el culto a lo popular por lo meramente popular. No soporto el sound, la cultura de los malls ni le voy a prender velitas a Rápido y furioso o la cultura del pop corn. Pero tampoco la alta cultura per sé. Me interesa el cruce. Ensuciarse con el barro de ambas orillas. Eso, al menos, quiere decir que uno ha tratado de cruzar el río. Aunque sea demasiado ancho.
-Hay en Pascua una puesta en escena, una faceta teatral que juega con la rabia y la risa. ¿El dramatismo se atenúa o se hace más digerible cuando podemos reír un poco? ¿Cómo yuxtapones estos registros (teatro y novela)?
-Creo profundamente en la risa cuando no es huevona. Creo que la risa, cuando es inteligente y hasta cruel, es un arma de ataque y de defensa insuperable. Creo que la risa es tan subversiva como la violencia. Y debo decir que me interesa profundamente el tema de la violencia. Excepto para con la gente querida, no me interesa la amabilidad. Y en literatura menos. En cuanto al teatro, lo he dicho en otras partes. Escribo para poner en escena. Hago teatro para narrar. Mezclar ambos lenguajes es parte de mi esencia. No hago distinciones. Admiro profundamente del medio literario el hecho de no tener los límites físicos que el teatro sí tiene. Y del teatro, la valentía del que se enfrenta cuerpo a cuerpo con el público todas las noches. Me interesa hacer un teatro literario y una literatura profundamente teatral. Expuesto este punto, creo que los teatristas son claramente más valientes que los literatos (que por variadas razones son muchísimo más calculadores y fifís que los que hacen su vida para los escenarios). Como yo soy ambos, en esa cuerda floja me muevo. Rabioso y risueño. Porque así es como veo la vida.
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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es escritor, periodista y PhD en literatura hispanoamericana por la Washington University in St. Louis, Estados Unidos. En la actualidad ejerce como profesor titular de la Universidad Chileno-Británica de Cultura y académico de la Universidad Andrés Bello, y su última novela publicada es Sinestesia (Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2019).
Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El escritor chileno Marcelo Leonart.