La obra del realizador inglés John Schlesinger es un filme que se engarza perfectamente con nuestros días, que es necesario “rever” para sentir —nuevamente— de qué material estamos hechos y de cómo mirar hacia el lado e ignorar el dolor ajeno ha derivado en una indiferencia bestial, insostenible, en un sistema que pretende sepultar a la humanidad más esencial.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 15.5.2020
Cuando vimos esta cinta en los años sesenta (1969) surgió ante los jóvenes de entonces una visión despiadada del mundo citadino norteamericano inserto en la mítica Nueva York, con sus edificios fantásticos y un submundo establecido en las barbas mismas de un capitalismo que exponía sus lacras y miserias de un modo expansivo, como un virus oculto que corroía sin tregua las relaciones sociales.
De ahí que el éxodo de Joe Buck (Jon Voigth), un modesto vaquero provinciano, hacia la metrópoli, se erija en una especie de épica fantasmal: su norte estriba en convertirse en un “prostituto” al servicio de burguesas mujeres neoyorkinas que, según su criterio, estarían dispuestas a pagar su peso en oro por una relación sexual con quien ha sido muy bien dotado para ello por la naturaleza.
El viaje en un modesto bus que tarda dos días en llegar a destino se entrecruza con los sueños y la ingenuidad de Joe Buck quien siente que el mundo estará a sus pies. Ha ahorrado lo suficiente como para instalarse en un hotel de segunda y esperar, sencillamente esperar, que la contingencia callejera haga su trabajo. Su deambular por el centro de la ciudad es realmente tragicómico. Va tras su presa con una impericia digna de mejor causa. Cada eventual mujer es un trofeo próximo, pero sus recursos son tan burdos que solo recibe rechazos, hasta conseguir una relación fugaz con quien supone una dama de clase alta y que resultará ser una prostituta que le cobrará por sus servicios.
De allí en adelante su travesía se presume condenada al fracaso. Y en ese derrotero tropieza en un restaurante con Rico “Ratzo” Rizzo (Dustin Hoffman), un tuberculoso timador profesional, personaje embaucador, que apenas percibe a su víctima tiende a constituirse en un agente o intermediario programándole un encuentro erótico que será una burla: el destinatario es un individuo de la tercera edad, psicológicamente enfermo, que en un departamento de soltero lo insta a un ritual religioso ante un Cristo de yeso instalado en la puerta del baño.
La huida de Joe Buck es desesperada y recién constata haber sido engañado. Su reserva monetaria se escurrió entre los dedos de Rizzo, y su peregrinaje posterior implicará ser despedido del hotel, retenidas sus pertenencias y retorna a la calle sin otra compañía que su radio portátil, su sombrero texano y sus botas de vaquero.
El azar lo hace reencontrarse en una cafetería con Rizzo. Este encuentro que podría ser una venganza despiadada, desemboca en una suerte de sociedad forzada: dos seres perdidos en la noche neoyorkina, instalados en un edificio abandonado y clausurado donde Rizzo habita un departamento miserable.
Allí pernoctarán bajo un invierno cruel sobreviviendo con pequeños hurtos, hasta que la tuberculosis hace crisis y el espectador presiente que el futuro común será la derrota, apenas matizada por el sueño de Rizzo de llegar a Florida, hacerse millonario a costa del juego y las funciones de semental de Joe Buck.
El desenlace no es necesario anticiparlo, menos aún si toda la trama del filme se circunscribe a los intentos con que ambos procuran encontrar damas de la burguesía con las cuales Joe Buck pueda ejercer sus dotes de macho cabrío.
El trasfondo de esta extraordinaria película nos evidencia un espacio desprovisto de humanidad, donde el afán competitivo y las luces de neón que enceguecen a los abandonados convergen en una conmovedora y mutua lucha por una ilusoria dignidad.
La impiedad reconvierte a los dos personajes en uno: una parodia del desamparo, de la marginalidad, del sueño americano de trastienda que pretendió seducir a Joe Buck y que éste asume acuciado por el peso de sus recuerdos surgidos como continuos flash backs: tortuosas imágenes de una relación sentimental terminada por una violación colectiva y la perdida irremediable de sus sueños de pareja; o la escenificación de una abuela que lo crió con un cariño sospechoso. En suma, un porvenir que asociado a su condición de empleado de restaurante únicamente tendría como fin vegetar en la aldeana mediocridad ambiental.
Rizzo es un individuo discapacitado (tiene una cojera ostensible) asumido magistralmente por un Hoffman en el apogeo de sus condiciones actorales, con una fuerza interpretativa inolvidable y una compenetración profunda con el espectador.
Los demás detalles del filme apuntan a esta soledad terrible en que el capitalismo en ascenso va dejando a quienes son el residuo del éxito, de ese desperdicio representado brutalmente por la escena del hombre botado en una acera céntrica sin que nadie repare en él. Joe Buck no entiende cómo los demás ciudadanos lo evaden tras una quimera que los ha hecho olvidarse completamente de todo gesto solidario.
Una película que se engarza perfectamente con nuestros días, que es necesario “rever” para sentir —nuevamente— de qué material estamos hechos y de cómo mirar hacia el lado e ignorar el dolor ajeno ha derivado en una indiferencia bestial, insostenible, en un sistema que pretende sepultar a la humanidad más esencial.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: El actor Dustin Hoffman en Perdidos en la noche (Midnight Cowboy, 1969).