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«El periodista mártir y el obispo asesino»: Otra historia desconocida de Chile, por Felipe Portales

El sociólogo y escritor nacional adjunta para el Diario «Cine y Literatura» un nuevo relato monográfico, extraído desde su celebrado volumen de crónicas del género. Ahora, con una narración inspirada en un pasaje mitad público, y otra porción de pequeño cuento privado, propio de la vida política y social del país durante la década de 1930. Fascinante y revelador.

Por Felipe Portales

Publicado el 22.11.2017

Una de las historias más extraordinarias –y desconocidas a la vez- del siglo XX chileno es la que entrelaza la vida de dos notables personajes. La de Luis Mesa Bell quien podría considerarse como el más destacado mártir del periodismo chileno; y la de Alberto Rencoret Donoso, prefecto de Investigaciones condenado por la desaparición y muerte de un detenido político; y que luego de ser amnistiado se convirtió en sacerdote, ¡llegando a ser posteriormente arzobispo de la Iglesia Católica!

Todo empieza cuando la dictadura de Carlos Dávila, que tuvo lugar entre junio y septiembre de 1932 y que derrocó la República Socialista de doce días de Marmaduke Grove (aunque la educación escolar y muchos historiadores –particularmente conservadores- han rotulado también el período de Dávila como tal), inició tempranamente una dura persecución a socialistas y comunistas.

Así, la dictadura envió a Marmaduke y Jorge Grove; y a Eugenio Matte Hurtado, Carlos Charlín y Carlos Millán a Isla de Pascua; creó un virtual campo de concentración en Isla Mocha, donde se recluyeron cerca de 200 socialistas y comunistas; y detuvo o relegó por motivos políticos a más de 400 personas, incluyendo como destinos las islas de Melinka y Navarino en el extremo sur del país.

Por otro lado, se impuso el estado de sitio bajo el imperio de la ley marcial por todo el período, por el cual ¡se prohibieron las reuniones de más de tres personas en lugares públicos! Y se advirtió que “las actividades subversivas merecerían la pena de muerte tras sumarísimos juicios” (Gonzalo Vial.- Historia de Chile (1891-1973) De la República Socialista al Frente Popular (1931-1938), Volumen V; Edit. Zig-Zag, 2001; p. 197). Asimismo, “se censuraron todas las publicaciones y la prensa periódica” y “las radios solo podían emitir noticias a través de boletines oficiales” (Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle y Manuel Vicuña.- Historia del siglo XX chileno; Edit. Sudamericana, 2001; p. 109).

Además, Dávila y su ministro del Interior Juan Antonio Ríos (líder del PR) introdujeron por primera vez en la historia de Chile una legislación destinada a penalizar la difusión de ideas: el Decreto-Ley 50. Asimismo, “el ministro Ríos propuso que el comunismo fuese legalmente proscrito como asociación ilícita. Pero no se hizo” (Vial, p. 198). La orientación anticomunista de Dávila contó naturalmente con la fuerte adhesión de El Mercurio, el que lo urgió a ser más represivo aún: “El sentir de la opinión pública se encuentra dentro de una rara unanimidad en el pensamiento de que las declaraciones oficiales de represión del comunismo deben completarse con las investigaciones necesarias y con las sanciones o absoluciones que se produzcan” (El Mercurio; 26-6-1932).

La represión llegó al extremo de generar un detenido-desaparecido: el profesor comunista Manuel Anabalón Aedo, de 22 años, oriundo de Chillán, pero radicado en Antofagasta. Fue detenido “el mismo 16 de junio y llevado por mar a Valparaíso en el vapor Chiloé. Allí desembarcó diez días después, único de una treintena de ‘subversivos’ relegados (los restantes siguieron viaje con rumbo sur), y nunca más se supo de él. Su desaparición comenzó a investigarse cuando cayó Dávila” (Vial; ibid.; p. 198).

Notablemente El Mercurio -que había apoyado las diversas Juntas de Gobierno y las dictaduras de Ibáñez y de Dávila- se mostró sensibilizado posteriormente con el caso Anabalón; en un texto de antología que desafía la imaginación más surrealista: “De las investigaciones practicadas se deduce que todo lo ocurrido al profesor Anabalón se ordenó y cumplió por medio de instrucciones verbales. No hay constancia escrita ni de la detención en Antofagasta, ni de la orden de remitirlo al sur del país, ni de su embarque, ni de su libertad en Valparaíso, donde la pista se pierde hasta la fecha (…) Todo esto es de una gravedad tal que exige un pleno esclarecimiento para establecer con precisión qué ha ocurrido y quiénes son los responsables de los delitos que en torno a Anabalón pueden haberse cometido. Desde luego, el procedimiento que ha sido clásico en todos nuestros regímenes dictatoriales, ya sea el del señor Ibáñez, ya de los señores Grove y Dávila, ya los de las innúmeras Juntas de Gobierno que se han apropiado en ocasiones que todos recuerdan, del poder público, es funesto y envuelve una falta absoluta de respeto hacia los más sagrados y elementales derechos del individuo. Los servicios de investigaciones (…) han procedido por simples órdenes verbales, en algunos casos telefónicas, de las que han resultado deportaciones, relegaciones y ahora, en el caso Anabalón, su desaparecimiento. La sola enunciación de lo ocurrido mueve a todos los ánimos a formular la más enérgica protesta y la más severa condenación por la perpetración de tales atentados que no es posible que queden impunes ni mucho menos en la penumbra” (El Mercurio; 26-10-1932)…

Pero quien empezó a investigar en serio el caso fue la revista Wikén, dirigida por Luis Mesa Bell. Este era un periodista de menos de 30 años que precozmente había sido ya editor de La Nación y director de El Correo de Valdivia. Además, era militante de la NAP (Nueva Acción Pública), uno de los grupos precursores del Partido Socialista; colaborando con Eugenio Matte en la fundación del periódico Claridad.

Bajo la dirección de Mesa, Wiken se distinguió por sus denuncias contra las torturas y corrupción que proliferaban en la Sección de Investigaciones (dependiente de Carabineros en ese entonces; y precursora de la Policía de Investigaciones); y particularmente contra el Prefecto de Valparaíso, Alberto Rencoret, a quien acusaba de haber dado muerte a  Anabalón, en base a una acuciosa investigación periodística. Rencoret era un joven (nacido en 1907) de familia conservadora que había hecho una rápida carrera en dicho servicio.

Así por ejemplo, bajo el título “No matarás”, Wiken del 12 de noviembre señalaba: “No es el del profesor Anabalón Aedo el primer caso que debemos lamentar. Atropellando fundamentos solemnes de la humanidad y la justicia, la Sección de Investigaciones se ha escrito una historia en que son frecuentes toda clase de procedimientos ilegales y atentados contra la dignidad y la vida misma de los ciudadanos. Flagelaciones bárbaras, concomitancias deshonestas, cualquier recurso es bueno para la Sección de Investigaciones, cuando trata de exhibir una eficiencia que no podría lograr si confiara sólo en la preparación profesional y en los conocimientos científicos de sus elementos (…) Wiken está dispuesta a romper ese silencio que en torno de las delictuales y criminales actividades del sórdido servicio ha tejido, quién sabe por qué subterráneas razones, esa que a sí misma se llama prensa seria. Y no cejará en su campaña mientras no logre que, de una vez por todas, se castigue como merecen a esos que, esgrimiendo las armas terribles que da la ley, medran, lucran, torturan y asesinan”. Y respecto del caso Anabalón, semanalmente publicaba artículos, con títulos como “Anabalón debe aparecer vivo o muerto” (Wikén; 5-11-1932); “El retiro de Rencoret facilitaría la investigación” (12-11-1932); “Anabalón no aparece y Rencoret sigue en su puesto” (19-11-1932).

Pese a que amenazó con querellarse contra la revista, Rencoret nunca lo hizo. Y ella empezó a sufrir una escalada represiva que comenzó con citaciones a la Intendencia y a la Sección de Seguridad; y continuó con acosos policiales. Luego, de las amenazas se pasó el sábado 12 y 19 de noviembre a asaltos nocturnos a la sede de la revista (Amunátegui 85), con descerrajamiento de cajones y substracciones de documentos; el lunes 21, a una agresión callejera con laques en contra del propietario de la revista, el argentino residente en Chile, Roque Blaya Alende; el sábado 3 de diciembre, al secuestro de la edición a los suplementeros por parte de agentes de Investigaciones; y el martes 20, al decreto de expulsión del país (en aplicación de la Ley de Residencia de 1918, en su calidad de extranjero “indeseable”) del propietario de la revista, por el ministro del Interior, Javier Angel Figueroa Larraín.

Finalmente, el mismo martes 20 en la tarde, Mesa Bell fue detenido en calle Moneda, entre Amunátegui y Teatinos, por agentes de Investigaciones, de acuerdo a un amigo (Héctor Pedreros Jáuregui) que se encontraba conversando con él; y fue asesinado a golpes esa misma noche, siendo su cadáver abandonado en calle Carrascal. Al día siguiente –y siguiendo los datos aportados por Mesa Bell con su investigación- el juez respectivo logró ubicar y rescatar los restos de Anabalón que estaban fondeados en la bahía de Valparaíso. A los funerales de Mesa Bell asistieron “no menos de 50 mil personas”; y hablaron Eugenio Matte, Marmaduke Grove, Elías Lafertte y Marcos Chamudes (Wiken; 24-12-1932).

El juez militar Juan Segundo Contreras condenó por el “homicidio calificado” de Anabalón a Alberto Rencoret, a 12 años de presidio en su calidad de autor; y a los agentes Clodomiro Gormaz y Luis Encina a 10 años como coautores del mismo delito (ver El Mercurio, 7-6-1934). Sin embargo, mientras se veía su apelación ante la Corte Marcial, los tres se vieron beneficiados por una ley de amnistía aprobada el 15 de septiembre de 1934 -a instancias del gobierno de Arturo Alessandri- quedando, en definitiva, impunes (ver La Opinión; 21-10-1934).

A su vez, en el caso de Mesa Bell se logró identificar a los autores, los agentes de Investigaciones Leandro Bravo Marín y Carlos Vergara Rodríguez, y al “colaborador” Eugenio Trullenque Viñau, los que fueron detenidos; así como sus jefes, el subprefecto Fernando Calvo Barros, el prefecto de Santiago, Carlos Alba Facheaux, y el Director de Investigaciones, el coronel de Carabineros Armando Valdés (ver La Opinión; 30-12-1932 y 5, 6, 9 y 10-1 1933). Además, a la reunión del 17 de diciembre de varios jefes policiales, en que se acordó dar muerte a Mesa Bell, asistió –de acuerdo a declaraciones de los inculpados- Alberto Rencoret.

Así, el subprefecto Calvo declaró ante el juez que “el asesinato de Mesa Bell estaba ordenado por mis jefes y yo no hice más que acatar aquellas disposiciones superiores” (La Opinión; 6-1-1933). Y Leandro Bravo dijo: “Fui instigado al crimen, mejor dicho a golpear al periodista Mesa Bell” (La Opinión; 10-1-1933). Además, dos días después del crimen, el general director de Carabineros, Humberto Arriagada Valdivieso, había comisionado al prefecto Carlos Alba en una misión especial al sur del país para ocuparse del recrudecimiento del “cuatrerismo”; y al director de la Sección de Investigaciones, Armando Valdés, a inspeccionar las unidades de todo el país (ver La Opinión; 9-1-1933).

También resulta surrealista –dada toda su historia- el interés demostrado por El Mercurio  en el esclarecimiento del crimen de Mesa Bell; y, sobre todo, su temor de que su investigación fuese traspasada a la justicia militar: “Sería lamentable que esto ocurriera. Los procedimientos de la justicia militar son particularmente engorrosos, y en la práctica se ha visto que ninguna de las causas incoadas ante este tribunal especial llega a un término concreto y definido (…) entregar en fin la terminación de este asunto a la justicia militar significa lisa y llanamente dejar insatisfecha a la opinión del país entero que pide justicia inflexible y rápida, para cuantos resulten culpables del injustificable crimen, por altamente colocados que estén” (El Mercurio; 1-1-1933).

Finalmente la Corte Marcial –en sentencia que fue confirmada por la Corte Suprema en agosto de 1936- dejó completamente impunes a los autores intelectuales de su asesinato –incluyendo a Rencoret- y condenó a Eugenio Trullenque a 15 años y un día como autor del homicidio calificado de Luis Mesa Bell; a Leandro Bravo a 11 años como coautor del mismo delito; y a Carlos Vergara a un año y 10 meses como autor de lesiones graves contra Mesa, pena que se dio por cumplida dado el tiempo que había estado en prisión preventiva. Además, condenó también a Trullenque a 541 días de cárcel por el delito de lesiones menos graves en perjuicio de Roque Blaya, el propietario de la revista Wikén. ¿Habrán sido Trullenque y Bravo silenciosamente indultados por Arturo Alessandri; así como antes había logrado amnistiar a Rencoret, Gormaz y Encina?

Por otro lado, Alberto Rencoret entró luego al Seminario, siendo ordenado sacerdote en 1939 y obispo en 1958, terminando su carrera eclesiástica como arzobispo de Puerto Montt. Notablemente, su trayectoria sería reconocida como progresista en materias sociales. Y, curiosamente, abandonó su arzobispado en 1969 a los 62 años y sin causa aparente; retirándose a vivir solitariamente en Constitución, localidad de sus ancestros. Y más impactante aún, luego del golpe de Estado de 1973 se convirtió en ferviente partidario de Pinochet, hasta que falleció en 1978 (ver Mónica Echeverría.- Crónicas vedadas; Editorial Sudamericana, 1999; pp. 189 y 215-35).

Además, nunca reconoció sus crímenes. Y tampoco los ha reconocido la jerarquía de la Iglesia Católica. En este sentido, son muy ilustrativas las muestras de desconocimiento –y en algunos casos de molestia- que recogió Mónica Echeverría, a fines de los 90, cuando preguntó por el caso a connotados dignatarios eclesiásticos, varios de los cuales se habían destacado por una activa defensa de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet…

 

El escritor y sociólogo nacional, Felipe Portales

 

El volumen publicado por la Editorial Catalonia (2016)

 

Imagen destacada: Pintura de la Alameda de las Delicias, de Santiago (1920-1930). Colección privada de la familia Balmaceda

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