Lo que el abogado y escritor chileno propone en este volumen es una estética de lo doméstico, siendo su periplo artístico un descenso hacia lo universal próximo, el cual hemos ido perdiendo entre la vorágine de nuestro cacareado progreso tecnológico. Se trata, en suma, de un pequeño texto para degustar lo profundo del silencio y sabernos dueños del misterio de existir.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 22.5.2019
“Creo que una hoja de hierba, no es menos que el día de trabajo de las estrellas…”
Walt Whitman, en Una hoja de hierba
«Te conoce/ desde que eres brote/ cuando te secas/ hasta el último sorbo/ de la profunda tierra/ Hasta que te confundes con las hojas/ que nutren otras llenas de sed/».
El dios del té, página 28
Según la historia, el origen del té se remonta a unos 250 años después de Cristo, y la leyenda popular china atribuye su descubrimiento al emperador chino Shen Nung, quien durante su gobierno ordenó en carácter de obligatorio, hervir toda el agua destinada al consumo humano. Si esto tiene visos de verosimilitud es probable que nuestro poeta conociera el mito, es decir, que supiera que el té tiene una causa milenaria y que por ende su destino es ser parte de la naturaleza humana.
De ese modo, sus palabras recobran un sentido que enlaza esa bebida necesaria con las actitudes, padeceres y alegrías de hombres y mujeres, que recobran el espacio de la pausa, de la magia de ser y de estar al amparo de un sorbo, de una mirada, de una espera, de un asombro o hasta de una simple contracción: “He visto palabras sordas/ taparse la boca/ otras que callan negando la sed/ he visto palabras tibias haciendo arcadas/ he visto palabras ciegas/ buscando un racimo de luz/…» (Soy testigo, página 15).
Su testimonio obedece a la observación y la observación nace del contacto con el otro u otra. No hay intermediarios, salvo, la mágica infusión: es el té el que pronuncia el eco de lo invisible, el que se sustrae de los sentidos haciendo, a su pesar, uso de ellos y los transforma en gestos, en paso del tiempo, en viajeros o en lutos: «/Conocí un par de marineros/ hace quince años/ recorrieron todos los mares/ buscando con quien compartir sus sueños/ aún en la tempestad del desvelo/ mantenían firme el timón… Han pasado los años/ los girasoles/ dieron paso a los viñedos/ y estos marineros compartieron de su pan y de su té/ echando sus sueños al mar/ en pequeñas bolsitas de té/ Hoy subiré a su velero/». (Bolsitas. Pág. 23) Y es luto cuando se evoca el viaje desde su nacimiento, cuando fue arrancado de su hogar, de su hábitat natural…: «/allá lejos/ donde el sol se pierde/ entre los montes de seda/ donde el hombre era/ y sigue siendo un gusanito de seda/» (Té negro, página 24).
Lo que Víctor Ilich (Santiago, 1978) propone es una poética y estética de lo doméstico siendo su periplo un descenso hacia lo universal próximo, que hemos ido perdiendo entre la vorágine de nuestro cacareado progreso tecnológico. Su apuesta es decirnos: he ahí el rostro de la cotidianeidad, su registro, su humildad, su génesis desprovista de frases grandilocuentes o de frívolas abreviaturas que olvidaron la esencia de la verdadera palabra: la interior.
No hay aquí llamados mesiánicos ni estaturas desmesuradas. Solo existe el individuo apegado a su aroma diario: una taza de té lo saca del círculo de la banalidad y lo deja -y nos deja- sumidos en la quietud del reconocimiento: «/No me llamen pobre por tomar té/ Me niego a tal renombre/ prefiero seguir solo este viaje/ En la Ciudad prohibida de Paz/ donde las familias abundan/ las sillas truncas/ las mesas de patas cortas/ las firmes como torres de piedra/ las que vuelan como abejas/ las atrapadas por la zozobra de la arena/ todas ellas en alguna tarde/ han esperado la tetera que hierva/…» (El mito del té, página 31).
Las formas se desnudan y nos reclaman, nos seducen con su invitación, con ese llamado soterrado por poder encontrarnos. Y quizás por ello Víctor Ilich ha recurrido a la mejor de las metáforas, a la apología de un símbolo encubierto, como si a su través nos incitara a mirarnos despojados de nuestros falsos prejuicios, de nuestra acomodaticia indumentaria.
No somos lo que aparentamos, sino lo que compartimos a diario, la sed que merece ser saciada sin atavíos mentirosos. Por eso nos invita desde el comienzo de los siglos, desde que el té se hizo andante y llegó a todos los rincones de nuestro mundo para convocarnos: «/Hablaremos de tus sueños/ los desvelos del invierno/ los pequeños y grandes tropiezos/ develaremos los misterios/ del agua hirviendo/ partiremos el pan/ en señal de necesidad/ recordaremos lo que queremos olvidar/… « (Te invito a tomar el té, página 9).
Un pequeño texto para degustar lo profundo del silencio y sabernos dueños del misterio de existir en la simpleza de un sorbo de té, entreviendo lo que somos, lo que anhelamos, sufrimos y pretendemos: descubrirnos, desnudarnos y entibiar nuestra profunda sed espiritual.
Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los ’80 nacido en la zona austral de Magallanes. De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El escritor y juez chileno Víctor Ilich (Santiago, 1978).