Poemario «Paisaje cero», de Rodrigo Palominos: Una plaga de imágenes hermosas

El lector sacará sus conclusiones, pero este es un libro que nos da permiso gentilmente para volver a él. Un mensaje en una botella en medio del mar o hallado en la orilla, que puede ser leído desde la superficie de la arena o el océano, un recado que nos dejará claro que las cosas no siempre son lo que creemos, que lo que vemos contempla otras dimensiones, que el multiverso puede que esté en la palma de tu mano y no te hayas dado ni cuenta.

Por Pablo Fernández Rojas

Publicado el 25.10.2017

Hay una mancha de luz que recorre el imbricado poético de «Paisaje cero» (Editorial Cuarto Propio, 2017) del poeta Rodrigo Palominos. Esta mancha de luz se enreda de manera sugestiva en el tono, en la sonoridad y en la manera que dispone las palabras que forman contornos y no centros, como la misma forma del cero, este signo numérico de valor nulo, pero que para algunos matemáticos más platónicos es considerado un número natural, en fin, cuestiones que no vienen al caso profundizar aquí en esta presentación.

En este poemario, «Paisaje cero»; Rodrigo Palominos nos lleva a un lugar que parece ser habitado por una ausencia de índole contemplativa, donde una materia definida adquiere un nuevo sentido, donde los elementos adquieren valores que atraviesan umbrales establecidos, propuesta que nos remite al movimiento creacionista, inaugurada, según registros históricos, por los poetas Vicente Huidobro y por Pierre Reverdy; donde una nube puede darle forma a una hoja, donde el tiempo es una madre con un vestido azul o donde las olas tienen memoria.

Hay una retrospección entre lo que se dice y lo que no. En ese delineado circular, el autor contempla una conciencia del ciclo, velado como una especie de loop, dado el tratamiento sintáctico donde el cambio de los significantes juega un papel importante en el proceso interpretativo. En «Paisaje cero» se Infiere una analogía con lo circular; contorno, vacío, poema, pero el cero también tiene la condición de cambiar de valor dependiendo de dónde se ubique. En este caso, el paisaje cero lo es todo. Rodrigo Palominos, sabe que todos los elementos que componen realidad circulan y se transforman, y que siempre está la posibilidad de eclosionar en un silo que permanece latente en este cuerpo literario; esa estructura que usa de manera simbólica para representar un acceso a la muerte, pero Palominos, sabe que ese depósito también puede almacenar o no un contenido del que puede depender nuestra sobrevivencia. Una paradoja representada de manera sublime y precisa.

La construcción formal del silencio, en este poemario, está absolutamente bien lograda. Silencio que se acopla con esa “ausencia”, con el “contorno”, con el “vacío”. Silencio “elocuente”, lenguaje silente. Silencio que surge paradójicamente con las palabras. Ya sea por sonoridad, color, transparencia, supresión de ornamentos retóricos, eliminación de nexos innecesarios, por cortes de verso abruptos e inesperados, conexiones extremadamente tenues, yuxtaposición de imágenes, efectos deliberados de inconsecuencia, a través de los interludios espaciales entre las palabras o versos. Esa ausencia, ese silencio que queda como plano de fondo, debiera situar al lector en un límite, en una frontera, de significaciones o sentidos ¿lo indecible? ¿Lo inexpresable? Pienso en Yves Bonnefoy (y en muchísimos Haikus), y de ahí se me aparece Wittgenstein.

El silencio también aparece con la “indeterminación semántica” de las imágenes. Todo lo anterior, que constituye una especie de retórica del silencio o poética del silencio en cierta forma, hace que el poemario tienda a una codificación hermética. Lo cual conecta este poemario con muchos autores. Pero la conexión intencional que trata de realizar con otras poéticas, creo que se puede notar en algunos poemas de la sección “Sonograma del día”, por ejemplo: “sonograma del día”, “tropismo mental”, “el triángulo de la luz” y “ensenada de la cal”, conexión indudable con la Poesía del Lenguaje norteamericana. Ya que el lenguaje, creo, de muchos poemas tiende a ser autorreflexivo, se repliega y se refleja y se proyecta y se ensimisma en la Forma. Sumado a conexiones ilógicas, estructura imaginativa abstracta. Pienso en el lirismo de Rae Armantrout, en ese hermetismo y obsesión con la forma, lo abstracto, que vendría siendo otro punto discordante o de alejamiento de una poesía eminentemente lárica. Otra conexión, en relación a la forma fragmentaria y elíptica de representar la realidad natural, la asocio con la poesía de A.R. Ammons, y quizás también con Hugo Gola.

Por otra parte, hay una redención que es una renuncia a la vez, que se basta de detalles para ir articulándose en un acontecer semejante a un botón de flor que no quiere abrirse, sino que se sugiere a sí misma a modo de resistencia, en un imaginario que tiene mucho de poesía lárica, donde lo lírico se da por antonomasia para que el poeta se vuelque, atacado por la nostalgia de “ese mal poético por excelencia”, a decir de Tellier, hacia la infancia y a la provincia, lugares que están presentes, pero que no adquieren el protagonismo canónico que muchos poetas de provincia eluden o abordan de manera soslayada, sin darle una connotación negativa bajo ningún punto de vista, es más, en este caso, Palominos interviene de a poco ese imaginario, no solo por la intertextualidad que explicaba en el párrafo anterior, sino que también empleando la figura de un peón negro de una granja estadounidense de los años veinte, que se transformó en uno de los padres del Blues, o en una actriz norteamericana que representa la belleza del imperio que el autor insiste en matar en un par de poemas.

Hay otros elementos o recursos; palabras o más bien referencias que hacen guiños de orden físicos, biológicos y químicos, que evocan una mirada existencialista desde otras perspectivas, haciéndonos presente que lo científico y lo artístico tienen mucho o todo que ver. La diferencia está en que una parece más avocada hacia lo útil y la otra hacia la inutilidad, conclusión o afirmación que merece toda mi desconfianza. Existencialismo al cuadrado, teniendo siempre como sustrato un bosón de Higgs, la mente y la materia.

Particularmente, este libro, me tocó de alguna manera, puesto que mi infancia la pasé rodeado de sauces, de ríos, canales, de vientos fríos que azotaban mi cuerpo uniformado que esperaba un mini bus blanco con franjas azules, que me llevaría al colegio del pueblo. Recordé, entre otras cosas, el vaivén del trigal que se doraba por una templanza de sol que culminaba en la esperada trilla, en esa fiesta de caballos que dibujaban círculos apartando el grano de las espigas incrustadas en esas herraduras de hierro, espantando queltehues gritones y perdices al acecho de la cosecha, pero la trilla con los años perdió la magia. La espera la anuló una máquina grande, donde la soledad de un conductor desconocido con un jockey de Shell o Texaco iba dejando los granos listos para ser puestos en esos sacos de color terracota que, cosidos con un cáñamo guiado por una aguja grande, aguardaban en hileras organizadas el camión de la fábrica que los compraba.

Sentí una cierta familiaridad, una cercanía que parece perdida, o más bien aislada en una especie de semi sueño que está presente en un recuerdo que parece siempre estar rozando mi existencia, y que se me escapa a veces en una sonrisa o en una anécdota guardada en uno de los cajones de la memoria. Rodrigo nos hace testigo de una resistencia, de una declaración política que se basa en una estética propia y arriesgada, para decirnos que el «Paisaje cero» somos todos nosotros, no olvidemos que Chile proviene de una cultura agrícola, lo que provoca que, como lectores, nos convirtamos en personajes, que de una u otra manera tenemos la responsabilidad de elegir o no un lugar, un territorio, aunque este sea lo desterritorializado. No decir nada y decirlo todo, una voz que parece baja, que espera, una resistencia casi onírica que en cualquier momento puede ser un tipo de partícula elemental que dé paso a otro tipo de revolución, más real y menos utópica.

El lector sacará sus conclusiones. Este es un poemario que nos da permiso gentilmente para volver a él.  Un mensaje en una botella en medio del mar o hallado en la orilla, que puede ser leído desde la superficie de la arena o el océano, un mensaje que nos dejará claro que las cosas no siempre son lo que creemos, que lo que vemos contempla otras dimensiones, que el multiverso puede que esté en la palma de tu mano y no te hayas dado ni cuenta. Un libro que puede ser una plaga de imágenes hermosas, nítidas, que son fotografiadas desde una dimensión intima que nos entrega una llave para acceder o no a ella. Imágenes que nos iluminan los ojos con amaneceres, veranos, inviernos, corrientes de vientos de distintas naturalezas, tordos escondidos en higueras, charcos redondos que son los ojos del poeta y ese cero que es recorrido hasta el ensimismamiento de lo que se quiso exteriorizar, una introyección de lo que nos rodea y una proyección sutil de acantilados que nos esperan sobre la página en blanco, donde lo nombrado abre, cierra y circula sometido a la decisión pragmática del lector de poesía.

 

 

Los poemas de «Paisaje cero» (Editorial Cuarto Propio, 2017)