Icono del sitio Cine y Literatura

Poemario «Vacaciones domésticas»: Marcela Parra ante el tiempo

El libro de la escritora y cantautora temuquense fue lanzado hace unas semanas en el Espacio Estravagario de la Fundación Neruda en Santiago, y acá, los dejamos con el texto de presentación de ese volumen, en un título que ha sido catalogado por el autor de este artículo, como: «ese país textual donde es rutina no acostumbrarse nunca a nada».

Por Cristián Foerster 

Publicado el 18.2.2020

«El país donde los bosques desaparecen/ terminamos escribiendo con la luz».
Marcela Parra

Presentar este nuevo libro de Marcela Parra (Temuco, 1981) que reúne en un mismo espacio a su famoso y cada vez más joven Silabario, mancha (2008), junto a las plaquettes We y Ambulancia, y que además incluye una inquietante prosa final titulada Todo lo que soy cabe por una grieta, me supone un gran honor, pero también un desafío del que espero estar a la altura. La razón de esto no es solo el cliché del presentador admirado/aterrado por el libro que le toca presentar, o por las capacidades creativas, intelectuales y emocionales de la persona que tiene a su lado y que no quiere decepcionar, pero que sabe que de alguna forma lo terminará haciendo, sino —por sobre todo— porque los textiles que reúne Vacaciones domésticas (Editorial Aparte, 2019) inestabilizan cualquier afirmación tajante, transformando a la palabra que desea aprehender algo en cosa dura y tiesa y que marchitará inevitablemente su vuelo o nado poético.

¿Por dónde comenzar entonces estos titubeos; por el nombre del libro, que es el nombre de un poema de Ambulancia y que podría referir a un rasgo de su poética: la desinhibición, por medio de la extrañeza de las imágenes y palabras, de esos espacios cotidianos que han sido domesticados por una lógica neo-liberal/patriarcal; o quizás sea mejor partir por la nota final del libro, donde se nos cuenta que éste se terminó de imprimir en Arica: «el mismo día en que fue lanzada al espacio la nave no tripulada Chrandayaan-2 de la India», dato no anodino considerando que un disco de Marcela se llama Astronautas en la playa y que en general el tono de sus hablantes, podríamos caracterizarlo —si este fuera nuestro deseo— como el de una viajera interdimensional que visita después de eones su provincia natal y recuerda? ¿Pero qué…?

Tal vez en este momento sea mejor retroceder y contar una anécdota personal: el mismo día de mi cumpleaños número 31, Marcela lanzó el disco El sonido no coincide con la imagen. De éste solo he podido escuchar un tema Mi nombre según los gatos, pero lo he escuchado tantas veces ya, que su ritmo y letra se impregnó en mi mente, sobre todo un verso: «el día es una máquina del tiempo». En esa especial cercanía y hermandad que se produce entre el momento en que escuchaste algo que te fascinó y su recreación mnémica, el tiempo cronológico parece paralizarse y nos permite viajar aunque «sea un minuto hacia el futuro», es decir a esa zona minada de incertidumbres, y que presiento también, como parte del telón de fondo de este libro. Arrojar el cuerpo y sus sentidos por la grieta producto del desfase entre los sonidos del pasado y las imágenes del futuro que colisionan en el presente, puede ser la pulsión general —que no solo moviliza los textiles, poemas, obras visuales y canciones de Marcela— sino la clave para entender una radical apuesta por entrecruzar arte y vida. Ahora me pregunto: ¿en qué consiste esta apuesta y cómo la hallamos plasmada en este libro?

La misteriosa sensación que genera leer y escuchar sus textiles y canciones radica —creo— en hacernos palpar lo que es un acto de resistencia, una lucha personal y colectiva contra las inercias de la cotidianidad (léase neoliberalismo, patriarcado, etcétera), introduciendo una memoria mágica o artística por las fisuras de esos espacios dominados. Parte de esta memoria que encontramos en sus poemas está compuesta por la parentela de artistas y los problemas que plantean sus obras. Lamentablemente no tuve el tiempo necesario para desarrollar a cabalidad esta arista, pero de todos modos, les dejo acá algunos nombres para que se hagan una idea: Roberto Matta, Guillermo Nuñez, Schopenhauer, el actor porno Joe que no puede tener relaciones sexuales con su mujer y prefiere leer Las bolsas de basura de Enrique Winter, Enrique Winter, Miguel Angel, entre otros. Lo que nos dicen estos nombres —sobre todo en Silabario, mancha— es que ciertos problemas de las artes visuales están hermanados o son simétricos con los de la escritura, por no decir que son los mismos, a pesar que imagen y sonido (pasado y futuro agregaría) nunca habiten un mismo presente.

Otra faceta de esta misma lucha se manifiesta en un erotismo articulado como arma para la disidencia. Disidencia, cabe señalar, que no se limita a una doctrina o creencia específica sino que se enfrenta abiertamente contra todo orden de cosas: «Oh deseos de terminar con todo a estornudazo limpio.//Detener la respiración en el estomago/ y rajarse a pedos/ transpirando simultáneamente/ por cuanto poro existe en el cuerpo.» O como dice el poema «Precoz»: «Cuando me masturbo/abro la boca/ como queriendo decir algo.//Una palabra/atragantada como una espina/que intento expulsar/desde que tengo memoria/de mi clítoris/ de mis manos.» Ese cuerpo del goce, irreductible porque: «nada se acerca a (sus) más sublimes muecas», es el que se expande y encoge por y con lo doméstico. Cuando una casa alcanza el porte del cuerpo, todo lo reconocible en ella parece fundirse en una superficie extraña, donde el cuerpo propio se vuelve ajeno y se duplica: “hacer de mi cuerpo abono para ese cuerpo. Para dejar de sentirme y olvidar de lo que hablo. Porque hablo por hablar. Porque hablo con gangrena. Porque actuó con la eficacia de una tijera vieja. Porque aprendí a vivir así, como el vuelo de las moscas.”

Después de leer Vacaciones domésticas algo me queda claro: la forma más eficaz de resistir es dejar que la imaginación prolifere como hongos o esporas por la página-vida: «El jueves/ se negó a usar paraguas/regándose de esporas su espalda», o: «He comenzado a coleccionar todo tipo de insectos. Los he dejado criar sus larvas sobre mis hongos. (…) He dejado que fecunden mis poros para que crezcan firmes los puntos negros. (…) Y así, hacer de mi un homo nuevo.» De este modo, esas células, que para su reproducción no necesitan ser fecundadas, nos hablan de otro tipo de linaje: del animal que se resiste a su humanización pero que convive y se entrevera con nuestro cuerpo humano, reformándolo: «ya era por la tala indiscriminada/ ya por el chivo que mataron en el patio de mi casa/cuando tenía apenas nueve / nueve dientes tenía, de leche/ con caracoles y toda clase de babosas que (después de ti)/ ahora entiendo por qué me los metía a la boca.» Así, el espacio de la lengua, como palabra y blandura, se encuentra poblado por un bestiario compuesto por perros, gatos, babosas, caracoles, huemules y más seres vivos que ondulan entre lo animal y vegetal, y que parecen vagar libres, interrumpiendo nuestras vacaciones domésticas.

En este punto siento la tentación de concluir, de decir por ejemplo, que el sentido de esta lucha contra todo orden no es otra que la batalla por instalar otro tipo de belleza, una que no se rige por los cánones heredados (¿occidentales?), sino que se establece entre los afectos y efectos que se articulan en los retazos de la memoria. A continuación el poema «Experiencia estética» habla por si mismo: Cuando tenía 7 años preguntó a sus padres:/—el perro que está ahí ¿es bonito o feo?/—feo.//Desde aquel día/ese pellejo carcomido/con su único diente/ la acompañó a escondidas en el juego.// Su hocico le daba piedras y ella le daba pan.//Sentada en el baño a la edad de 23/el olor a Clorinda se lo trajo de recuerdo:/ —bello.». ¿Qué es la belleza sino ese viaje de las imágenes y sonidos en el tiempo, y que nos atraviesan el cuerpo en el momento menos pensado, trastocando todo orden de cosas que parecía regirnos? No lo sé, y tampoco sé si ello forma parte del imaginario de Marcela y de su poética.

Lo que si sé es que desde que releí Silabario, mancha para esta presentación le he hecho el quite a una imagen, la reproducción de una fotografía del campo de concentración de Dachau, donde aparecen unos rostros y cuerpos famélicos que miran directamente a la cámara. Es decir, muertos que nos miran directamente a los ojos y nos ponen en el lugar de quienes sacaron la foto: los victimarios. ¿Qué hace esa imagen viajando en el libro? Tampoco lo sé, pero no dejo de releer un verso de Marcela que intuyo puede contener una pista: «El papel, cómo todo lo orgánico,/ tiene olor base al pudrirse (=regresar)». En fin, he dejado en el tintero muchas cosas importantes que me habría gustado decirle a Marcela sobre sus textiles, pero son tiempos de revuelta y todo apremia, por lo mismo los invito adentrarse y gozar con Vacaciones domésticas, ese país textual donde es rutina no acostumbrarse nunca a nada.

 

Cristián Foerster Montecino (Santiago, 1988) es licenciado en letras hispánicas de la Pontificia Universidad Católica de Chile (2011) y autor del poemario Ruido blanco (Cuneta, 2013). Ha participado en diversos talleres de escritura, en los cuales destaca el dictado en su momento por la recordada Guadalupe Santa Cruz. El 2010 fue becario de la Fundación Pablo Neruda y dirige junto a Lucas Costa el taller de poesía «Al pulso de la letra». Actualmente termina el magíster en teoría e historia del arte de la Universidad de Chile.

 

«Vacaciones domésticas», de Marcela Parra (Editorial Aparte, 2019)

 

 

Marcela Parra

 

 

Cristian Foerster

 

 

Crédito de la imagen destacada: Editorial Aparte.

Salir de la versión móvil