Una de las voces líricas con mayores proyecciones artísticas, entre los creadores nacionales menores de 40 años, dialoga con el Diario «Cine y Literatura» acerca del último libro que acaba de publicar en formato ePub: las crónicas de «Mandarinas», o su testimonio narrativo de sinceridad «a raja tabla» —según sus propias palabras—, en torno a la sociedad civil chilena que nació luego del estallido del 18 de octubre de 2019.
Por Francisco Marín-Naritelli
Publicado el 14.10.2020
“Y eso fue lo que traté de hacer, de vivir intensamente esos días de octubre, porque por un lado era mi manera de volver a mi país y, por otro, de entender que había llegado el momento tan esperado”.
Diego Alfaro Palma
Recluido en su natal Limache, Quinta Región de Chile, el poeta Diego Alfaro Palma (1984), autor de libros como Paseantes (Ed. Temple, 2009), Tordo (Editorial Cuneta, 2014, ediciones del Dock, 2016), el libro-objeto Bolsas (Hojas Rudas, 2017), la plaquett Los sueños de los sueños de Kurosawa (Cuadro de Tiza, 2017) o Litoral Central (Audisea y Libros del Pez Espiral, 2017), cuenta que tomó la decisión de partir por el contexto de la pandemia, reconociendo que era eso o seguir “en la soledad absoluta de Santiago”.
Licenciado en letras, Alfaro Palma acaba de publicar durante el mes de agosto el libro Mandarinas: crónicas de la primavera negra chilena, un título compuesto de fragmentos narrativos inspirados en el estallido social, y editado por Literatura Neural de Argentina, en formato ePub.
Conversamos con el poeta acerca de este crédito, cuyas venta irán —en exclusiva— en apoyo a las víctimas de trauma ocular, debido a la acción represora de los agentes policiales del Estado, en el contexto de la protestas ciudadanas.
También, hablamos con el siempre franco (y dispuesto) ejecutivo de la distribuidora Big Sur, en relación a sus próximos proyectos creativos, el Plebiscito y en torno a la siempre precaria realidad cultural de Chile.
Y a sólo semanas de que se conozca el nombre del nuevo ganador o vencedora del Premio Pablo Neruda de Poesía Joven 2020, su obra, junto a la de sus colegas Rodrigo Arriagada–Zubieta y Enrique Winter, corre como una de las bibliografías que tiene mayores posibilidades para adjudicarse el codiciado galardón en su versión de este histórico año, el de la posible decisión colectiva por una Nueva Constitución Política del Estado.
Las crónicas como documentos «de barbarie»
—Diego, ante todo, analizando tus anteriores libros, aquí hay un cambio. De la poesía o prosa poética cuya temática merodea las mitologías y la contemplación crítica del mundo y la naturaleza, de frentón arribas a la realidad social, ¿qué es lo que te motivó a escribir Mandarinas… ¿Por qué crónica y no poesía, por ejemplo?
—La situación era tan urgente, que no tenía otra forma de estar: había que contarlo y contárselo a mis amigos fuera de Chile. En esos días recibí muchísimas llamadas, mensajes y correos, todos preguntando si estaba bien. Varios de esos nombres los consigné en los agradecimientos, porque me dieron fuerza, porque me hicieron pensar en lo que estaba ocurriendo.
Pero lo cierto es que dentro de mis ejes de escritura, lo político siempre ha estado prendido fuego, es una barricada que no se apaga: en Tordo y en Litoral Central, la destrucción del medio ambiente, la corrupción y la violencia están desperdigados, o también es muy patente en Bolsas o en Los sueños, incluso en el delirio anarquista que es Bicicentrismo. Y lo que ocurrió en octubre fue algo que nos golpeó muy adentro, porque resultó ser la pérdida del miedo, algo que este país-isla debía derrotar alguna vez.
No sé si fue el despertar, porque ahora duda mucho de ese grito “Chile despertó”, lo cierto es que varios estábamos con los ojos bien abiertos, quizás tú no despertaste, porque esa una sensación de roña venía de hacía mucho. Yo tenía la seguridad de que esto iba a ocurrir en 2011, pero la llama se apagó y decidí irme.
Y en 2019 justo volví, y no me importaba en el momento de los incendios cuál era la forma en que lo iba a contar, verso o prosa, nunca me pregunto por eso; parafraseando a Ezra Pound, la era demandó una imagen, y lo que salió fue una crónica, acelerada, poética y el resultado estos escritos que fui publicando en mi blog, sin esperar nada, sólo mostrar lo que iba captando; luego esas crónicas fueron compartidas por cientos de personas a través del mundo, traducidas al italiano, al inglés, al francés, publicadas en medios de México y en Argentina como material de contingencia.
Y así esto cada vez se fue convirtiendo más en una responsabilidad: la sinceridad a raja tabla, la aceleración del pulso, un documento de barbarie.
—Al comienzo se nos informa que, “equipado con un cuaderno de notas, una botella de agua y una mochila liviana, Diego Alfaro Palma avanza por las calles de Santiago de Chile durante la gran explosión popular que comenzó los primeros días de octubre y se extendió hasta el final del 2019”, ¿cómo fue esa experiencia? ¿Cómo vivenciaste esta ciudad borrascosa y eléctrica?
—Efectivamente iba con un cuaderno de notas, una botella con agua y una mochila, porque siempre llevo eso conmigo, sea para una salida a un cerro o para recorrer una ciudad que no conozco. El elemento nuevo aquí fueron las mandarinas, que compraba en la verdulería del barrio antes de salir a las marchas. Me sirvieron para interactuar. Como iba sólo, si comenzaba a conversar con alguien le ofrecía una y trataba de sintonizar al máximo con ellos.
Conocí historias increíbles, como la de una kiosquera que participaba en la olla común de la primera línea, o la de un chico que había sido baleado, la de una carabinera que no se sostenía en pie o la de un brasileño que vivía en la calle, o esos cuatro adolescentes del Sename con los que compartí un completo. Todos esos relatos son reales y súper intensos.
No llevaba grabadora, sólo un iPhone viejísimo con el que sacaba fotos. Luego trataba de detenerme en una plaza o en algún lugar para anotar detalles en la libreta.
Volvía a casa, luego de esquivar la violencia policial y los enfrentamientos —varias veces quedé en medio, esquivando piedras o lacrimógenas, saltando barricadas—, comía rápido y poco, encendía el computador y comenzaba a escribir en Word, corregía y ya en una o dos horas tenía en mi blog la crónica.
No mediaba nada. No podía detenerme en el detalle del periódico, simplemente dejarme llevar por el vértigo.
—¿Qué dificultades escriturales surgieron a la luz de Mandarinas…, considerando la urgencia del momento, la agitación del espíritu? Eso lo adviertes en el prólogo.
—Hay un cuadro famoso del pintor japonés Hokusai en que aparece una balsa remontando una enorme ola. En este caso, los ciudadanos son la embarcación y la ola es la información constante y ante todo falsa.
Entonces tuve que correr un riesgo: o me quedaba noches enteras juntando el material que me llegaba de distintas fuentes, o confiaba en lo que percibía en las calles, y opté por esta última: Mandarinas es más sensación que análisis, aunque ambas formas convivan.
Un escritor debe quedarse con el pulso, porque es lo único que no es traducible en datos duros: estas crónicas son para volver a sentir ese humo.
—Al contrario de Rimbaud, quien indicaba que “la palabra debe ir delante de la acción”, ¿crees que el poeta debe sumergirse en la realidad social de su época, comprometerse como pensaría Bertolt Brecht y Walter Benjamin?
—El deber de todo artista es su obra y cuando las obras son totales y abarcantes es imposible que la realidad social de la época no aparezca. Por otro lado es casi imposible que el humo y el fuego de la realidad no se cuele; por ejemplo uno lee a la poeta Elizabeth Bishop e irremediablemente uno percibe una sensación de final abrupto, de guerra nuclear, aunque ella esté hablando de un alce parado en la carretera.
El gran problema es cuando no se filtra absolutamente nada, ni siquiera un ánimo, y eso ocurre mucho más de lo que uno cree: la literatura como forma de evasión, su efecto burbuja. Lo que sí en Mandarinas paso por todos los estados posibles: me encanto con los estudiantes, pero también necesito charlar con los militares; un día pongo todas mis fichas en la acción comunitaria, y al otro me decepciono de la falta de educación cívica y de estrategia.
Porque en definitiva, los verdaderos cambios radicales en el mundo ocurrieron cuando se puso por delante una disciplina, sólo con ella hay verdadera organización y verdadero arrojo: lee a Víctor Shklovski y su crónica de la Revolución Rusa o a Orwell en Cataluña o lee sobre los zapatistas, e incluso un ejemplo tremendo: el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos.
Triunfo o no, la disciplina en la acción y en la rigurosidad del pensamiento crea algo mucho más potente: la anulación del yo y el surgimiento de la voz colectiva. Lo colectivo en este país era un bosque que se había incendiado.
«A los argentinos les encanta la literatura chilena»
—Viviste en Argentina, y desarrollaste una prolífica carrera literaria, trabajaste en librerías, organizando lecturas y talleres de escritura, luego llegaste a Chile solo tres meses antes del 18-O, cuéntame, ¿cómo crees que se vio el estallido social desde allá? ¿Hay similitudes con la realidad allende los Andes?
—Hay una frase que comenzó a dar vueltas en cuanto comenzó el agite en el metro: «que se vayan todos». Esa frase fue el emblema de la gran explosión popular del 2001 en Argentina, y lo que pasa en Chile es y no es una reactualización de eso, pero más que nada de un gran miedo: que no se vayan todos.
El 2001 en Argentina fue salvaje y está patente en la memoria, es algo que ocurrió ayer y que demostró la incapacidad de la clase política de hacerse cargo de un país que se endeudaba en la locura de la pizza y el champagne, en el delirio del cambio del dólar al peso del uno a uno, es cosa de leer esas crónicas increíbles de Mariana Moreno al respecto para entender lo que ocurría en la atmósfera.
La diferencia es que este estallido es latinoamericano, porque mientras salíamos aquí a las calles pasaba lo mismo en Ecuador, estaba el Golpe de Estado en Bolivia, antes las movilizaciones en Perú, la protesta en Venezuela y luego se sumó Colombia.
Argentina está medianamente calmada por el efecto tranquilizante del peronismo sobre las clases medias y a la contención que logran los sindicatos y agrupaciones en las villas, pero el desastre heredado más el desastre de la pandemia es algo que puede explotar en cualquier momento.
Pero volviendo al inicio, a los argentinos les encanta la literatura chilena y la siguen, les encanta ese arrojo y esa literatura contra viento y marea, una escritura que pocas veces se inscribe en el lugar de los ganadores, de las clases gobernantes, que en fin da la pelea, ese es un gran valor de nuestros escritores, de Nicomedes Guzmán a Cynthia Rimsky, todo ello es evidente y visceral.
—Una de las crónicas que me llamó la atención fue «PSU o la muerte de Polifemo», y la pregunta inmediata que me asaltó: ¿qué uno puede aportar desde la posición de profesor cuando lo que ves es puro desencanto y desesperanza? ¿Cómo enseñar cuando la tramposa palabra mérito sigue siendo la consigna de la elite, un signo vaciado de contenido, como diría Baudrillard, una simulación?
—Tengo la fundada sospecha de que las personas que idean los programas de educación, nunca dieron clases y con suerte pisaron un liceo; debe ser la gente más aburrida del mundo, sádica ante todo: por qué someter a la juventud a un montón de conocimientos que no tienen ningún asidero y aplicación en la realidad. Por qué someter a sus colegas a interminables sesiones de evaluación, planificación y un sin número de cargas burocráticas.
Está bien, parte de esas cosas sirven, pero no son un fin en sí mismo. Los profes tienen que estar con los alumnos, ante todo escuchándolos: hay problemas realmente salvajes allá afuera y dudo que enseñar las funciones del lenguaje puedan cambiar ese panorama. La realidad no se cambia con el verbo identificar, se cambia con el verbo crear y ese es uno que está más que ausente en las aulas.
Crear permite trabajar con el error, con la frustración, te obliga al diálogo y a realizar un mecanismo positivo en el cerebro: da pie a la posibilidad. Por lo tanto, yo creo que hay que evadir, utilizar esas mallas curriculares como redes de pesca y desde ahí sabotear la pedagogía del aburrimiento.
El desafío de los ciudadanos y de los poetas
—¿Cómo proyectas lo que se viene en Chile a poco tiempo de cumplirse el primer aniversario del estallido o revuelta social, y con el Plebiscito en el horizonte cercano?
—Sinceramente creo que debemos quitarle la Constitución a los abogados, aquí tiene que estar la sociedad civil completa discutiendo un texto para sí misma, no técnico ni extremadamente frío e inhumano como es el lenguaje de la Constitución de 1980 con sus continuas reformas: tenemos que crear un lenguaje nuevo, y eso justamente no es fácil, pero como decía Lezama Lima, «sólo lo difícil es estimulante».
Así como la poesía de los años 50 necesitó de la antipoesía para su renovación, los constitucionalistas necesitan de los antiabogados que alteren la forma de escribir una Carta Magna. Y es ahí donde la literatura o la gente de letras tiene un lugar importante, porque es obvio que los textos y sus interpretaciones cambian la realidad: es cosa de preguntarle a un tal Martín Lutero o a un muchacho llamado Jean Jacques Rousseau.
Esto no lo digo en un afán iluminista, como si le trajeras la verdad a la población, nada que ver, es ponerse a trabajar junto a ella, escucharla y a eso darle una gramática afín.
La clase política en estos momentos tirita porque ve a grupos que se van articulando, a personalidades que van tomando protagonismo, esa es la criptonita para un sistema tan viciado como el nuestro, en donde salen resucitados al estilo Longueira o Pepe Auth, volviendo desde el más allá y creyendo que este país-isla les pertenece.
Ni Lázaro se atrevió a tanto, y eso demuestra que nuestra clase política no tiene calle, ni antena para sintonizar lo que pasa en las bases: su preparación cultural es sumamente pobre y se defienden en el ejercicio de la violencia física y simbólica. Niños malcriados.
Por eso, el estallido no tendrá el más mínimo efecto sino leemos lo que está por venir, sino entramos de lleno en el debate. Y es cierto, de uno y otro lado hay una ignorancia del tamaño de Chile, flojera, corrupción mental.
Pero algo nos puede enseñar la poesía: las y los poetas para hacer su trabajo tienen que torcer el lenguaje para hacerlo decir cosas que él no sabe decir, que no conoce; nuestro desafío como ciudadanos es torcer nuestra mente —lo que conocimos, lo que damos por sentado— para crear un país que no existe.
—Este 2020, la pandemia deprimió aún más el ya alicaído circuito cultural, muchas librerías cerraron, acaso también editoriales, ¿cómo ves a futuro esta situación?
—No me quiero alargar mucho en esto, pero yo trabajo justamente en distribución de libros, paso de lunes a viernes hablando con las libreras y libreros, con editoriales, autoras y autores. Viendo el panorama chileno hay algo cierto y que le puede molestar a mucha gente: las librerías que conservaron contra viento y marea a sus empleados salieron adelante; las que los suspendieron y luego los botaron, hoy se hunden como el Titanic. El librero es el que te trae el pan dentro de un libro.
El tema es difícil también porque el Ministerio de las Culturas pesa menos que un paquete de aire y el gobierno ha demostrado la incompetencia más bochornosa al respecto. Mientras en México o Alemania se realizaban programas con grupos de artistas para generar contenidos para las redes, o se declaraba como en Argentina a la cultura como bien de primera necesidad, aquí el Ministerio de Economía salió un poco tarde a dar los permisos —que no eran tan permisos, porque hubo multas— para que las librerías pudieran despachar ventas a distancia.
Eso sólo demuestra un nivel de precariedad total, y hasta que las asociaciones o sindicatos no se rearmen y articulen verdaderos planes de acción es complejo el panorama. Por eso mi trabajo ha estado en apoyar a las empresas pequeñas, a las de regiones, a las que ponen el hombro, el codo y el estómago, y ya me siento feliz cuando me dicen que su familia ha podido salir adelante, o porque han podido pagar los arriendos, o porque duplicaron o triplicaron sus ventas en los últimos meses, o porque conservaron a sus empleados y clientes.
Mi meta en eso y con los editores, es que las librerías de ciudades pequeñas tengan el mismo nivel que las de Santiago o Buenos Aires, y con ello generar y sumar lectores; eso se está logrando —lo confirmo día a día— aún con esta crisis enorme. Y te digo, seré poeta, pero la planilla Excel no miente.
Ahora, creo que en Chile las editoriales van a tener que confiar más en sus fondos, en los libros que siempre vendieron, armar más planes comerciales, saber dirigir más su catálogo, jugársela más por sus autores y no confiar eternamente en el fantasma del Fondart.
La escucha, la poesía, el territorio y la identidad
—Finalmente, ¿algún proyecto nuevo en el que estés embarcado?
—Demasiados proyectos. Me faltan horas, entre la distribuidora, los talleres que doy o las asesorías y mi vida cotidiana… y además la escritura. Sin embargo, te voy a contar de dos. Durante los últimos años he estado armando un ensayo que se llama El oído y que trata sobre la relación entre la escucha, la poesía, el territorio y la identidad.
Es un viaje a través de distintas poéticas que desarrollaron un pensamiento en torno a ese órgano —que para mí es uno de los más importantes—, deambulando en torno a las obras de Gabriela Mistral, Violeta Parra, Juan Luis Martínez, Cecilia Vicuña, Henry David Thoreau, David Toop o Rebecca Solnit, además de las tradiciones de los pueblos originarios, el relato de experiencias personales y la lectura de crónicas de las y los primeros viajeros europeos en el continente.
Siento sinceramente que es una de las mejores cosas que he escrito y me ha tomado mucho tiempo hacerlo: el resultado es esta suma de fragmentos en el que todos se significan y que son lugares donde pensar y oír.
En paralelo estoy corrigiendo Trabajos voluntarios, que reúne mis ensayos y reseñas de poesía chilena que he escrito en los últimos diez años, todos en un tono más narrativo y anecdótico en donde las preguntas son: ¿cómo se hizo tal o cual libro?, ¿qué nos dicen esas obras sobre quiénes somos? Creo que puede llegar a ser una buena guía para introducirse en lecturas más contemporáneas como las de Elvira Hernández o Carlos Cociña.
El próximo año vendrán muchas reediciones, traducciones y otras cosas. Los libros se mueven solos, tienen su vida propia. Ahora bien, mi mayor proyecto en este momento es asentarme y crear un jardín.
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Francisco Marín-Naritelli (Talca, Chile, 1986), además de periodista y de magíster en comunicación política (titulado doblemente en la Universidad de Chile) las ejerce también como profesor en la Universidad Andrés Bello y como un prolífico escritor nacional, cuyas últimas publicaciones son el libro de cuentos Interior con ceniza (Ceibo Ediciones, 2018) y el volumen experimental de El perfecto transitivo (Filacteria, 2019).
Igualmente fue el director titular y responsable del Diario Cine y Literatura, entre agosto de 2017 y mayo de 2020.
Imagen destacada: Diego Alfaro Palma.