A pocos días de conocerse el nombre del autor o escritora que se sumará al listado iniciado por Augusto d’Halmar en 1942, entregamos aquí el prólogo que una de las voces indispensables de la lírica local e hispanoamericana contemporáneas escribió para «Poesía reunida» (2018), la obra total del prestigioso creador de «Arte de vaticinar», y miembro insigne de la masacrada (y heroica) generación de los 60 y también un generoso ex profesor de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Santiago. [Nota de la Redacción]
Por Raúl Zurita
Publicado el 24.8.2020
Y la seguía en el infernal trecho
una muchedumbre tal que temblé al ver
a cuántos la muerte había deshecho.
Recordé este terceto del «Infierno» de Dante mientras volvía a leer los poemas de Hernán Miranda. Y lo recordé porque, aunque las comparaciones suelen resultar odiosas, a veces sirven para aclarar: entre tantos adictos a los temas de la muerte, fuera de Neruda y Nicanor Parra, son muy pocos los poetas que en aquello que denominamos poesía chilena han alcanzado la gravedad, la grandeza y al mismo tiempo la despojada ironía que alcanza, entre muchos otros, este «Ahora, hermano, puedo leerte tus derechos»:
Tienes derecho a mirar a un solo punto fijo
Y apoyar, si quieres, las manos sobre el pecho
(También puedes cerrar los ojos y simular que estás durmiendo)
Tienes derecho a no devolver el saludo
Tienes derecho a faltar a todas las citas
Tienes derecho a no contestar el teléfono
Tienes derecho a dejar un espacio vacío
Como habitaciones de una casa recién desocupada
Como árbol cortado en medio del bosque
Como un muro que acaban de echar abajo
Tienes derecho a dejar que tu rostro tome color a muerto
Tienes derecho a convivir con los insectos
Tienes derecho a oler a tierra de jardín
Nada de lo que digas
de aquí para adelante
podrá ser usado en tu contra.
Era ya hora que Hernán Miranda ocupase el lugar de honor que se merece en la poesía chilena y este extraordinario volumen de su Poesía reunida (Ediciones Tácitas, 2018) ratifica que se trata de un poeta imprescindible. Perteneciente a la generación de poetas que comienzan a publicar en Chile a mediados de los sesenta, generación que, siguiendo el ejemplo de la antipoesía de Nicanor Parra, optó por el lenguaje directo y la supremacía de la imagen en su instantaneidad y concentración por sobre la lentitud y dispersión de la metáfora, la poesía de Hernán Miranda sobresale como una de las muestras más altas de precisión y exactitud y, al mismo tiempo, de profundidad y delirio.
Es una poesía de la claridad y de la noche, de la mesura y del pathos, y poemas como «A nadie daré una droga mortal» o «Doralisa se lanzó bajo el tren de las 14» asombran por la nitidez pasmosa de las imágenes, haciéndonos ver de nuevo lo mil veces visto. Un ejemplo mayor de esa capacidad superlativa de representar es «Nuestro país»:
Desde altamar no es más que una línea
De cumbres nevadas emergiendo de las aguas.
Lo que se ubica bajo las cumbres
Esa franja invisible al pie de las montañas
Es este país que tanto dio y dará que hablar.
Si alguna vez naufraga
Verán elevarse esas cumbres nevadas
Y después irse a pique con la bandera al tope.
En el momento de hundirse bajo el agua
Seguro que escucharán a algún gracioso
Haciendo chistes de doble sentido
Aferrado a la Cordillera de los Andes.
El país que va emergiendo al acercarnos desde el mar es una línea de cumbres nevadas a punto de hundirse nuevamente, y revela, al mismo tiempo, el asombro y la derrota. En las antípodas de la visión del comienzo de La Araucana —«Chile, fértil provincia, y señalada/ en la región Antártica famosa»— con que Alonso de Ercilla imaginó un país en el extremo más lejano y desconocido del mundo, lo que se muestra en «Nuestro país» es una fundación invertida: se ve la línea de las cumbres, pero no de la región «de remotas naciones respetada,/ por fuerte, principal y poderosa» que describe Ercilla en un lugar que recién comenzaba a aparecer en el mapa, sino el espectáculo de una derrota absoluta, el hundimiento de la cordillera de los Andes como la Esmeralda «con la bandera al tope», pero sin heroísmo; no con arengas, sino con chistes de doble sentido.
Esa tensión entre lo visible y lo invisible, entre el nacimiento y la muerte, entre todo lo que brota y todo lo que se hunde, atraviesa la totalidad de la escritura de Hernán Miranda. Al volver a leer poemas como «En el tiempo en que Walt Whitman», «Hay una mancha de sangre en la acera», «El viento prefiere los espacios abiertos», «Sueño», «Todo encaja en todo armoniosamente» o «A nadie daré una droga mortal» nos damos cuenta que se trata sin más de una Poesía con mayúscula, de una poesía mayor, y que es sencillamente sobrecogedora la vastedad de lo que emerge de cada uno de estos poemas, las dimensiones que tocan en su aparente sencillez y transparencia.
Y esa vastedad la logra, precisamente, al contrario de las tentaciones de la poesía neobarroca —o neobarrosa, como la denominó el poeta Néstor Perlongher—, llevando al extremo una forma y un lenguaje rebuscadamente poco estridentes, optando por la prescindencia de todo alarde, de todo exhibicionismo u ostentación verbal. Esa parquedad formal hace que se vea de inmediato, casi por contraste, la dimensión de las coordenadas en que se mueven estos poemas.
En su cotidianeidad, en su humor y verdad, la poesía de Hernán Miranda hace emerger un mundo tanto o más delirante, enloquecido y rompedor que los mundos rebuscados de los barrocos, por seguir con el ejemplo. A través de lo común, de la anécdota, de cosas en apariencia despojadas de un particular esplendor, irrumpen los escenarios más oscuros, luminosos, arrasados y conmovidos de lo que podemos todavía llamar la condición humana.
Es lo que se ve en el poema «Rumbo a Corfú», que representa uno de los momentos más altos de esta poesía:
¿Qué relación existe entre los amores y los viajes?
¿Todo amante es un viajero en búsqueda de su destino?
¿Qué desorden en la configuración del todo
hace que alguien se aventure más allá
de aquello que conoce y le es familiar?
¿Es que el viaje es un sueño
imposible de modificar?
¿Qué relación existe entonces
entre el viaje y el sueño?
¿El viaje es un sueño?
¿El sueño es un viaje?
¿El viaje es pasado?
¿El viaje es lo que está por ocurrir?
El viaje es lo que ya ocurrió
Lo que se olvidará.
El viaje es olvido.
La muerte es olvido.
Todos los viajes son un mismo viaje.
Todos los difuntos tienen un mismo rostro.
Todos los muertos son un mismo muerto.
Con este poema Hernán Miranda entra en diálogo con 2 mil 800 años de poesía, comenzando con la Odisea y sus correlatos modernos: Four Quartets, de T.S. Eliot, con el «Itaca», de Kavafis; con Seferis, con Kazantzakis y con toda aquella literatura que ha identificado la escritura con el periplo de la odisea humana en general. «Rumbo a Corfú» nos hace a todos parte de una herencia milenaria, que requería en nuestra lengua de más poetas que volvieran a hacérnosla presente. Es también un poema de la soledad, porque, irremediablemente, habremos de ver sólo nuestra imagen reflejada en el espejo:
«Desembarca.
No prosigas este absurdo viaje»
me dirá insinuante una extraña mujer
con ojos de sirena
y en su mano un espejo
vuelto hacia mí.
Es el final del poema. Es muy probable también que esa imagen sea el final de nuestras vidas. En el intertanto, la gran poesía de Hernán Miranda nos ha puesto ante un horizonte más ancho y generoso que aquel que poseíamos hasta antes de haberlo leído. Y le debemos gratitud por eso.
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Raúl Zurita Canessa (Santiago, 1950) es un poeta chileno, Premio Nacional de Literatura 2000 y Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2016.
Imagen destacada: Raúl Zurita.