Aunque discutido por sus actuaciones políticas un tanto evidentes, no es posible negar la calidad y el lugar que merece la obra del autor chileno (especialmente sus primeros libros) en el panteón de la bibliografía lírica nacional de ese siglo XX de Oro —que significó la creación artística en el género—, para la literatura del país.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 3.2.2020
Como bien afirma Hernán Ortega, autor del libro, Zurita, arquitectura del escritor (2014): “Con estas ‘arquitecturas’ se ha creado una inédita herramienta de análisis de los múltiples factores que hacen crecer a los autores de este género”.
Hablamos de una aguda y acabada indagación en el proceso creativo del escritor, en este caso específico, del poeta Raúl Zurita, para develar experiencias vitales y estéticas en función de la estructura de su obra literaria. En 1999, abriendo esta notable serie arquitectural, aparece Enrique Gómez Correa; en 2004, Jorge Teillier; en 2009, Ludwig Zeller; en 2014, una segunda edición de Jorge Teillier, en sobresaliente formato; y la primera edición de Zurita…, que hoy nos ocupa en esta presentación, que yo tenía en deuda con Hernán.
Me une con Hernán Ortega una sólida amistad de más de tres décadas, incubada bajo el alero de la revista Huelén, en aquella casa mítica de avenida España esquina Blanco, donde el aroma dulzón del cuero curtido se confundía con el de la tinta de aquellos impresos en los que Hernán ponía el pulso constante e incansable de sus afanes de escritor, reuniendo a un grupo de soñadores y soñadoras capaces de sustraerse, aunque fuera en aquellas reuniones clandestinas, del peso aleve y corrosivo de esa “larga noche de piedra” en que las fuerzas militarizadas del lado oscuro habían sumido a nuestra República.
Desde un comienzo, me llamó profundamente la atención este individuo alto y desgarbado, de aspecto serio y algo solemne, que asumía el oficio de escritor como una suerte de cruzado quijotesco en beneficio de la literatura, concebida como ideal de trabajo compartido, posponiendo ese yo que entre nosotros suele ser gigantesco, aislándonos entre muros de vanidad y egolatría… Hernán quiso conformar un grupo selecto de creadores, en torno a una revista literaria como ha habido pocas en Chile, que logró sobrevivir en catorce números consecutivos, sorteando todas las limitaciones, exacerbadas en aquella época en que prevalecía el zafio terror del Estado fascista.
En el terreno semántico de las suposiciones —lo que pudo o debió ser y no fue—, se me ocurre que Hernán Ortega debió haber nacido en Alemania o en Inglaterra o en Suecia, países, ámbitos quizá privilegiados para el desarrollo de la investigación y de su hijo legítimo y pródigo, el ensayo. Hubiese dispuesto de medios y oportunidades para el desarrollo pleno de sus notables capacidades, analíticas y creativas. No obstante, la cruda realidad, que se impone a nuestros sueños y expectativas hizo que él creciera entre nosotros, en medio de esta menesterosa aldea de las letras, en cuyas callejuelas precarias nuestro amigo ha sabido levantar su propia y fundamentada arquitectura, hecha de las mejores palabras repartidas con generosidad en su mesa fraterna.
El número 10 de la revista Huelén (agosto de 1983) fue dedicado a Raúl Zurita, con un artículo-entrevista, bajo el subtítulo “¿Infierno o Paraíso”, que ocupó un tercio de la publicación. En este texto se revela la capacidad indagadora de Hernán y el propio conocimiento de lo que constituye el proceso creativo del escritor, para articular una sólida estructura estética y vital al servicio del lector despierto y del escritor en vías de serlo, caminando entre las palabras por una senda estrecha que jamás termina, porque este es un oficio sin meta prefijada ni consagración definitiva… El que diga lo contrario no conoce sus avatares ni la imposibilidad, recurrente y dolorosa, de asir, de aprehender el lenguaje, siempre escurridizo y traicionero, mitad mariposa y mitad serpiente.
De ese texto, extraigo el colofón, de la pluma de Hernán Ortega:
“La historia se escribe con huellas. Y la poesía con inteligencia.
Nos queda la impresión que Zurita no irá al Purgatorio. Irá derecho al Infierno o al Paraíso. Allá, escrituras de fuego o de nubes denotarán su presencia.
Y en alguno de esos dos lugares, Zurita se encontrará con sus enemigos o sus panegiristas principales.”
Recuerdo que en 1990, recién inaugurada nuestra “democracia protegida”, Raúl Zurita viajó a Roma como flamante agregado cultural. Este nombramiento provocó escozores y generó diatribas entre algunos de sus pares de oficio. Se le criticó ácidamente, acusándole de connivencia publicitaria con los nuevos poderes… Entonces, escribí una crónica en el diario La Época, entregando al poeta mi modesto apoyo y mi reconocimiento expreso a la indiscutible calidad de su obra literaria. La publicación de mi texto me atrajo las iras y descalificaciones de aquellos iracundos detractores del poeta, que dedicaron un programa radial a descalificarme por mi osadía y a menoscabar la obra de Zurita, criticando ciertas actitudes suyas de connivencia con el poder político de turno y aprovechamientos publicitarios a costa del erario nacional.
Ahora, volviendo al colofón de Hernán, deseo a Raúl Zurita que no se tope, ni en el paraíso, ni en el infierno ni en ningún limbo escatológico, con esos críticos de bar o café que siempre denostarán a quienes emprenden con ánimo y valentía los arduos caminos de la literatura.
Paso a dar cuenta de algunas reflexiones en torno a Raúl Zurita y a su obra, surgidas luego de la lectura de este excelente ensayo, que recomiendo de manera entusiasta y desinteresada.
Consciente o inconscientemente, uno busca referentes, pares de espíritu, sea para sí mismo o para otros camaradas de oficio. Es el prurito de relación que toda actividad cultural requiere, estableciendo ligazones entre sus múltiples redes.
En el caso de Zurita, cantor epopéyico de las entrañas telúricas e históricas de Chile, como heredero aventajado de las voces clásicas de la poesía griega, latina e hispánica, y también de la aún novel poesía chilena, aparece ante mí uno de sus pares espirituales. Me refiero al escritor griego, de origen cretense, Niko Kazantzakis (1883-1957), uno de los grandes de la literatura universal, que no recibió el de sobra merecido Nobel, omisión que alcanzara también a Jorge Luis Borges y a otros dilectos no bien queridos de la Academia sueca.
Después de releer Carta al Greco, escucho de nuevo el eco telúrico de aquellos formidables denuestos con que el cretense desafía a la divinidad, mientras la busca, apelando a la figura de ese Cristo, humano y desgarrado, iluminado y sufriente, que atormentara a Kazantzakis… Este discurso, imprecativo y desmesurado, está presente en la poesía de Raúl Zurita, cuando nos dice: Les aseguro que no estoy loco… Créanme/ puede sí que el cielo me ponga un poco nervioso/ Es que hoy iba a rayar obscenidades en un baño/ y vi algo como un ángel –eso es todo/ “Escribe Dios y virgensantísima” me ordenó… O este otro verso: En los inmundos baños/ y en las altas catedrales/ hablan del éxtasis en las paredes/ Soy el hombre –respondo/ De Tu Sagrado Vientre Jesús/ me replican las paredes…
Esta actitud de Zurita, semejante a la de Kazantzakis, constituye quizá el meollo de su mérito estético, ser capaz de traducir en bella poesía aquella eclosión intermitente de un espíritu inquieto e insatisfecho, que aunque se declara escéptico y aun ateo, afirma una suerte de profesión de fe cósmica, cuando nos dice: “En el Universo, cada partícula de lo viviente da un testimonio de sí mismo… Dar cuenta de sí mismo no deja de ser emocionante”… Así, Zurita ha plasmado versos en las pétreas llanuras del desierto y en los cielos ingrávidos de su pequeña patria.
Y cuando Hernán Ortega pregunta a Raúl Zurita: “¿Crees que ya has escrito la obra más libre y creativa, según alguna sospecha íntima?”, el poeta responde: “No quiero creer que sí. Me gustaría que todavía, si Dios llegase a existir, tuviese la gentileza de darme un par de años, me gustaría escribir un par de cosas que valiesen la pena…”
De este coloquio entre Zurita y Ortega, espigo para mi crónica una reflexión de Raúl que me parece esencial:
“Quisiera creer que la única función de la literatura y del arte es hacer que la vida humana sea un poco más vivible. Pero, en todo caso, es un poco lo siguiente: los hechos en sí, son absolutamente parcos y secos, se murió mi papá, hoy me separé, nació mi hijo, hoy conocí a fulano de tal. Solamente el arte y la literatura son los que le dan a los hechos la piedad, la profundidad y la conmiseración que los hechos en sí mismos jamás tienen. O sea, el hecho de la muerte de mi padre es un dato seco, pero a través del arte yo puedo darle a la humanidad, despojada, el sentido que eso tiene. Entonces, puede ser que la literatura sea la única posibilidad de corrección de la experiencia, corrección que, por supuesto, nunca es suficiente. Muchas veces me he sorprendido pensando en que, para que dos seres que se amaban y que nunca tenían que morirse por luchas que no les correspondían, tuvo que escribirse ‘Romeo y Julieta’, ¿me entiendes? Me acuerdo tan patente que en la guerra de Sarajevo –yo estaba en Italia-. Vi imágenes de dos tipos tirados en un puente, eran un chico y una chica, creo que una musulmana y un serbio, de los dos bandos, muertos, jóvenes, y de inmediato los noticieros los llamaron ‘Romeo y Julieta de Sarajevo’… Pero siempre el arte es ese gran reservorio, lleno de conmiseración, para que los seres humanos no cometan las locuras y demencias que esas mismas obras se ven obligadas a contar, y sin embargo, nunca alcanzan…”
Kazantzakis escribió: “No es el hombre lo que me maravilla, sino el fuego que devora al hombre”. Menos poético sería decir, parodiando a Sigmund Freud, que se trata de una neurosis extrema, la misma que en la prosa afligía a Enrique Lafourcade, otro de los nuestros reivindicado por Hernán Ortega.
En ese fuego propiciatorio, que jamás se extingue para quienes nos movemos tras sus anhelos, veo hoy a Raúl Zurita, nuestro gran poeta, emergiendo victorioso de las páginas de esta, su Arquitectura.
***
Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue también el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).
Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El poeta chileno Raúl Zurita Canessa.