En este volumen del notable y joven escritor chileno hay rabia y hay pena, quizás las hubo en el autor al momento de escribir, eso habría que preguntárselo a él, pero sí en este lector. Pena por personajes asfixiados, seres desintegrados, fragmentados sin saberlo, derrotados antes de emprender batalla alguna.
Por Dauno Tótoro Taulis
Publicado el 15.9.2018
Me propongo, en esta presentación, evitar las citas, los entrecomillados y las referencias a autores que, de un modo u otro, me hayan venido a la mente durante la lectura del libro de relatos de Francisco Marín-Naritelli. Tendría que hacer, por ejemplo, paralelos con Cheever.
Más que la formalidad del análisis para el que no soy un lector idóneo, prefiero el ejercicio propio del test de Rorschach, ese en que todos vemos mariposas y murciélagos, a menos que benditos enlaces neuronales de por medio –por otros catalogados como patológicos-, nos permitan divisar galaxias y mundos paralelos. Es decir, me inclino por la asociación espontánea. No lo que he pensado al leer, sino lo que he entrevisto, porque para un mismo libro hay tantas versiones como lectores tenga.
El matemático británico Marcus du Sautoy ha entregado la definición de Infinito de la manera más elegante posible; dice: la fórmula para el infinito es + 1. Digamos que alguien siente una tristeza, un dolor, una alegría infinita insuperable. Es de lamentar, pero a esta sima absoluta de la tristeza, del dolor o de la alegría, puede agregársele siempre un + 1, y entonces, aquello que no podía ser peor, mejor o mayor, queda reducido a una expresión insignificante.
Pasa con la locura, también. “Tengo miedo de enloquecer”, es una sentencia que pocos se atreven a expresar en voz alta como confesión, pero el verdadero terror estriba en que incluso la locura puede sumar un grado.
Y, ¿en qué consiste esta locura que nos aterra? En la escisión, en el momento preciso en que nuestra natural bi o multimensionalidad se transforma en la existencia de dos o más de nosotros mismos. Tanto irreconciliables como interdependientes. En Doctor Jekyll y Mister Hyde, la escisión adquiere dimensiones físicas mediante el veneno o pócima que fracciona a la unidad indivisible del cuerpo y libera a la multitud de almas que nos habitan, que no son sino la conciencia o las conciencias.
Quizás haya sido siempre así, pero sospecho que aquella pócima de sales y cenizas ya no se macera en morteros de porcelana, ni se sintetiza en matraces y pipetas. Se ha sublimado y flota, se disemina en las corrientes atmosféricas, se precipita adherida a las gotas de lluvia ácida, a las partículas de alquitrán en suspensión, al sulfuro que escupen las usinas, a la ira desatada, a la especulación, la doctrina, las microondas ubicuas, a las certezas implantadas, la batalla perdida de antemano en esa guerra que es sobrevivir con las cenizas que decantan en cada célula de nuestro interior contaminado por la desesperanza, la derrota y la temida locura. Pero siempre se puede agregar un uno, pues el infinito es, precisamente, infinito, de uno en uno.
Hoy, y quizás haya sido siempre así, insisto, para escindirse no se requieren pócimas. Basta con respirar y palpitar, con asomarse por la ventana, con poner un pie en la calle. Es la Guerra Mundial Z. El monstruo de Robert Louis Stevenson, el señor Hyde, que aunque lleve y griega en vez de i latina, se pronuncia “esconder”, es el juego de palabras en que se expresa el pánico de no poder ya mantener el clandestinaje de ese otro yo, el zombi que nos habita. El que escribe, mueve palabras y las ordena, del mismo modo en que el contador mueve números y los tabula.
El niño siente un nudo en la garganta, un peso y un carbón ardiente en la boca del estómago, y mientras camina de la mano de su madre rumbo al colegio, vomita. Sabe que, una vez que le arrebaten la mano amada, la odiará, y que tendrá que liberar a su sombra para sobrevivir al espanto que se llama colegio, y ser otro; o más tarde, en el horror que se llama oficina o banco o supermercado o notaría conjunto residencial vertical, tendrá que vomitar hacia adentro y ahogarse. Y el oficinista, en su tabla Excel, tendrá que rellenar casilleros con fórmulas autoejecutables y teclear mi mamá me mima, mi mamá me ama.
En Interior con ceniza hay rabia y hay pena, quizás las hubo en el autor al momento de escribir, eso habría que preguntárselo a él, pero sí en este lector. Pena por personajes asfixiados, seres desintegrados, fragmentados sin saberlo, derrotados antes de emprender batalla alguna. Cuando de tanto en tanto, en algunos de los doce cuentos, el protagonista desempolva un pasado remoto, uno que conoce de oídas, el contraste con el presente se hace tanto más abrumador. Donde había fuego, hay cenizas. Finalmente, todos los relatos tratan acerca de un escape. Las situaciones reiteran el simbolismo del encierro como representación de una fuga inminente que demora en concretarse y que seguramente sucede después de cada punto final, más allá del cuento mismo. Oficinas y calabozos, departamentos sin vista, filas en supermercados y en Servipags, habitaciones sucias, habitaciones clausuradas, automóviles sarcófagos, asilos.
Y en cada uno de los relatos se delata la urgencia de la fuga, del escape:
El escape hacia el adentro, que resulta ser un abismo;
El escape hacia adelante, truncado por muros infranqueables;
El escape hacia la diferencia de quien observa, y que no se entera que es observado;
El escape hacia la tristeza, que es un pantano de autocompasión;
El escape hacia el pasado en una máquina del tiempo que nos deja en el paradero por no contar con saldo en la tarjeta Bip;
El escape hacia lo bucólico, que alberga fantasmas;
El escape en la carroza fúnebre;
Y, finalmente, el escape hacia la locura, el único posible, la guarida inexpugnable.
Porque, para poder escapar con éxito, se requiere de un refugio. De lo contrario, el escape se convierte en simple huida a tontas y locas, en ilusión y cazabobos, como quien pretende evadirse por un desierto de roca lisa en un valle cercado por rejas trabadas y habitado por infinitos + 1 drones que todo lo observan desde su infinita +1 altitud de vuelo. Un escapista con traza es un conejo en una cacería con lebreles.
Leí hace poco acerca de un personaje llamado Ferguson que quería hacer de su vida una gesta, una epopeya. Pensó en ser médico y salvar a miles de sus padecimientos, o ser abogado y salvar a cientos de la inyección letal, o ser escritor. Pero en la literatura no hay nada heroico, se dijo, pues no se puede ser héroe si se disfruta de la tragedia y del drama. Un día cayó en sus manos Historia de dos ciudades, de Charles Dickens y sintió el cielo cayendo sobre sus hombros, un rayo partiéndole el cráneo, una máquina pulverizando sus huesos; sintió trastocarse todos sus valores y todas sus certezas y, sufriendo como nunca antes había sufrido, tomó conciencia de que si las palabras podían tanto, si su poder era tan devastador, el acto de escribir era definitivamente heroico.
Dauno Tótoro Taulis (nacido en Moscú, 1963) es un destacado escritor y periodista chileno, Premio Latinoamericano José Martí (1995), y autor de festejadas monografías e investigaciones del género, tales como La cofradía blindada (1998) y EZLN, el ejército que salió de la selva (1994). Además fundó -junto a Eugenia Prado Bassi- el prestigioso sello Ceibo Ediciones.
Crédito de la imagen destacada: Pintura Desnudo del espejo, 1982-83, 126 x 142 centímetros, del artista plástico español Cristóbal Toral.