El hombre de este esperpéntico relato ha ofrecido “explicaciones públicas” por su grosera provocación histriónica, a través de sus voceros y paniaguados de palacio, lo que no convence a nadie, ni siquiera a muchos adláteres de su propia bancada. Su maníaco afán de protagonismo le ha hecho caer en actitudes burdas, dentro y fuera de Chile, pero este suceso, en medio de la catástrofe de la pandemia, supera todo límite.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 5.4.2020
El hombre camina hacia la plaza desierta, pese a que el sol indica aún temprana hora de la tarde. El gran escenario está vacío; alguien ha levantado el telón y puesto a buen recaudo la utilería. En las tribunas no hay nadie, pero el hombre imagina una multitud de adherentes enfervorizados que le vitorean, que aclaman su nombre como el de un gran prócer, como el salvador de su pueblo, como el gran actor que ha querido ser toda su vida, procurando mantenerse ingenioso, adelantándose a las ajenas iniciativas, porque se trata de eso, de levantar antes la perdiz, de ganarle el quién vive a la competencia, de lanzar el primer puñetazo; el hombre no ama el teatro, ni siquiera conoce la dramaturgia, pero rinde tributo cotidiano a su propia teatralidad, al melodrama, a su histrionismo de fantoche enriquecido.
El hombre va vestido de pantalón gris y camisa blanca, con el cuello desabrochado y las mangas vueltas hacia arriba. El hombre procura caminar erguido, pero su blanca testa, mal apoyada en un cuello corto, parece hundirse en la prenda alba, forzándole una giba involuntaria. El hombre bracea con aparente resolución, pero algo no cuadra con su ademán, minimizado por pasos breves y algo titubeantes. El hombre tiene brazos cortos que apenas rozan la parte superior de los muslos, como si los llevara recogidos ex profeso. No va solo. Le siguen cuatro sujetos jóvenes, altos, de pelo corto y traje oscuro; llevan vestimentas iguales y corbatas del mismo color. Son guardaespaldas, no cabe duda. Detrás de ellos, a un costado de la rotonda que rodea la plaza, hay cuatro vehículos estacionados, de amenazante color negro, y dos motocicletas policiales con sus luces rojas parpadeantes.
Es Plaza de la Dignidad, en Santiago de Chile, renacida el 18 de octubre del año 2019. Durante cuatro meses, la visitaron muchedumbres de jóvenes coléricos, mujeres entusiastas, viejos esperanzados y memoriosos, estudiantes corajudos, ciudadanos de variada índole y condición, hasta que apareció un fantasma invisible que los dispersó sin ejecutar ni el más mínimo acto represivo; porque, antes de este virus fatídico y con arrestos de monarca viscoso, los hijos de la polis fueron capaces de enfrentarse a la policía militarizada y aun a la milicia defensora de la clase dominante y mantener el sitio asediado lleno de banderas reivindicativas.
Al hombre que llaman “presidente” le tembló todo, se le vino el mundo abajo cuando se enteró de que el emblemático vórtice citadino de encuentros festivos se había vuelto inexpugnable, pese a la furia de sus bien pagados mercenarios; por encima aún de los cuarenta y tres cadáveres asesinados por terroristas de verde uniforme. Dicen que el individuo estuvo a punto de ser defenestrado del cargo que hoy usurpa, desde el mismo sillón de dos mandatarios que amaron al pueblo que él desprecia, lo que les acarreó el magnicidio. Pero se levantó, a pesar de todo, después de la cuenta de ocho, y ahora vuelve al escenario vacío, al teatro fantasmal lleno de consignas violentas y grafitis encarnados.
El hombre se ha sentado sobre las gradas, las que llevan al monumento de ese general de la guerra del salitre (1879-1884), héroe de salón en el largo y sangriento conflicto entre países hermanos, debido a la pugna de intereses económicos que favorecieron a consorcios multinacionales, premiándole su memoria epónima con metálica estatua ecuestre, donde el inconsciente colectivo terminará recordando apenas la nobleza del paciente caballo que lo sostiene, a cuya grupa treparon jóvenes rebeldes exigiendo justicia y dignidad, mujeres libertarias exhibiendo sus pechos desnudos… La plaza lleva su nombre, de manera oficial, incluyendo la estación de Metro, clausurada por los revoltosos, aunque muy pocos la llaman así, mentándola según la denominación de la patria decimonónica de los hijos de Giuseppe Garibaldi.
Aquí posó el hombre, lejos de la tramoya, sentado como un pueblerino tras una fotografía de la gran ciudad, mientras sus esbirros le protegían, aquiescentes y bobalicones. Ha sido el suyo un gesto tan pueril como desafiante, cuando no había adversarios a la vista ni potenciales enemigos al acecho. El aspaviento político y matonesco del individuo cobarde, como esos truhanes de barrio que se resguardan tras la pandilla para sentirse valientes, incapaces de lidiar en igualdad de condiciones, ni siquiera con su propia imagen ante el espejo, cuando el remordimiento los pone a prueba, si es que aún les habla el incómodo grillo de la consciencia. El hombre presenta las trazas de un sicópata, arrastrado por su inveterada fanfarronería, en pos de hacerse valer, a toda costa, pese a su falta de méritos como presunto estadista, sordo endémico frente al clamor popular y a las legítimas demandas del pueblo, cercado por fuerzas sociales que estuvieron a punto de derribarlo.
Sebastián Piñera Echenique, el hombre de este esperpéntico relato, ha ofrecido “explicaciones públicas” por su grosera provocación histriónica, a través de sus voceros y paniaguados de palacio, lo que no convence a nadie, ni siquiera a muchos adláteres de su propia bancada. Su maníaco afán de protagonismo le ha hecho caer en actitudes burdas, dentro y fuera de Chile, pero este suceso, en medio de la catástrofe de la pandemia, supera todo límite… Es posible que eso busque, sin percatarse, el hombre que se cree el mejor actor del mundo, romper todas las barreras, extraviarse para siempre en las lindes de la cordura.
En redes sociales se han sucedido los comentarios, las diatribas y las interpretaciones, algunas de ellas con buena dosis de razón analítica… Con permiso explícito del autor y la venia de mis fieles lectoras y lectores, me permito insertar aquí un texto elocuente de Pablo Azócar, titulado «Piñera, Macbeth y los espectros»:
—Piñera volvió al lugar del crimen. Viéndolo en la Plaza de la Dignidad no pude dejar de pensar en Macbeth. Viéndolo caminar con dificultad por esos pastos secos, como aturdido o extraviado, como si no supiera lo que estaba haciendo, como si anduviera buscando a alguien, o quisiera preguntar por el número de un paradero, pensé en los remordimientos que no dejaban en paz a Macbeth, que de otro modo también volvía, una y otra vez, al lugar del crimen. El guion de Macbeth y Piñera es semejante: ambiciones y traiciones sin medida.
—Macbeth es capaz de matar a Banquo, amigo entrañable, compañero de mil refriegas, y luego se carga nada menos que a Duncan, el rey de Escocia, quien ha sido su valedor y hasta le ha dado un título nobiliario. Piñera quiere ser millonario a toda costa y en su camino va dejando una retahíla de cadáveres exquisitos, incluyendo al ominoso empresario Ricardo Claro (quien, como Duncan, no era ningún niño bueno, pero había adoptado a Piñera como su protegido). Es la tragedia perfecta. Macbeth lo tenía todo y quería más. Piñera lo tenía todo y quería más.
—Pero los muertos pueden volver como espectros, y eso lo sabía Shakespeare, porque también lo sabía Homero. Lady Macbeth empieza a tener pesadillas, no duerme, no descansa, camina sonámbula por la casa, sueña que tiene las manos llenas de sangre, se esmera en lavar esas manchas, ¡pero la sangre sigue allí! Los chicos de Piñera mandaron muchas veces a que limpiaran los grafitis de la Plaza de la Dignidad, pero los grafitis volvieron a aparecer, una y otra vez, tozudos, inexorables, y Piñera podrá enviar cuadrillas gigantescas de obreros a borrarlos, podrá emitir decretos y dictámenes prohibiéndolos bajo pena de muerte, pero esos cadáveres y esos mutilados le van a seguir hablando, como espectros tenaces, igual que en la tragedia griega, hasta el fin de los tiempos.
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Homero, Shakespeare, Freud. De esta tríada, poco o nada sabrá el hombre de la fotografía en camisa blanca, una tarde de comienzos de abril, en medio de la cuarentena por el Covid-19, sonriendo bajo la estatua del mílite que cabalga hacia el fatal anonimato, donde se advierte, pese a la ceguera del hombre, la consigna multitudinaria e imperativa: ¡Renuncia Piñera!
Es muy probable que para él pase también inadvertido su carácter de sicópata. No será así para la memoria colectiva de los chilenos, que van a pasarle la cuenta, tarde o temprano, por sus abusos y felonías; así también por su histrionismo impenitente y altanero. Entonces, no habrá escondite posible para el hombre, ni siquiera en una balsa militar blindada meciéndose sobre las olas de ese mar que intranquilo nos baña.
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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994.
Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue también el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios superiores donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).
Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: La Tercera.