«Sacrificio», de Andrei Tarkovski: La esencia poética del tiempo

Para muchos analistas este sería el filme donde el autor lograría plasmar de manera más plena su ya legendaria teoría de que el cine era esculpir sobre el transcurso de los acontecimientos: desbastar de la cronología superflua a los hechos -tal como decía hacer Miguel Ángel con sus creaciones, quitando el material sobrante para que apareciera la escultura que ya estaba en su mente-, y de esa manera conseguir que se develara la obra de arte.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 20.7.2018

A Andrei Tarkovski le gustaba Terminator de James Cameron, de 1984.

Sí: el eximio, el delicado, el complejo creador de filmes tan sutiles como El espejo, había visto la barata (por económica) producción de Cameron en Londres y le había gustado. Por supuesto, no la devastadora (por gratuita) violencia de algunas de sus escenas, pero le había gustado algo que parece, a primera vista, ubicado en las antípodas de su propia esfera estética de creación.

No sabemos qué podría haberle visto… pero me atrevería a afirmar que lo que le gustó en aquella película, fue poder ver las antípodas. No porque lo suyo fuera bello y lo de Cameron fuera feo. La fealdad no es lo contrario de la belleza, sino la ausencia de la belleza… y a su vez, la ausencia no es lo contrario de la presencia, sino una forma perversa de la presencia. Lo que podía ver en Terminator era otra forma de la belleza, seguramente muy lejos de ‘su’ belleza, pero se sentía libre de verla. Libre de ver.

Era 1984 (recordemos como de pasada, a G. Orwell…) y Tarkovski ya tenía en su mente la idea de exiliarse de la Unión Soviética. Harto de las restricciones, los malos tratos, las trabas y todos los etcéteras imaginables, junto a su mujer -Larissa Tarkovskaia-, en Milán y en rueda de prensa, el director anunciaba su pedido de asilo. Ahora perdería de vista la Rusia que amaba, pero podría ver las antípodas de su Universo humano. Dejaría a su hijo en la Unión Soviética, pero podría tomar Coca-Cola y ver Terminator, si así lo quería. Era la hora de la libertad, pero también era la hora de la nostalgia y del sacrificio.

Un sacrificio es hacer algo sagrado o, más específicamente, lograr que algo se transforme en algo sagrado por mediación del sacrificio. Sacralizar y sacrificar. Sacrificar para sacralizar. Y la vida, para ser sagrada, reclamaba el sacrificio. No había vuelta que darle a la historia, y esto lo había entendido y aceptado.

Desde el lejano 1962 de La infancia de Iván y la gloria y la fama internacional del momento, hasta aquel 1984 habían pasado 22 años y sólo cinco películas habían visto la luz… y eso sólo a medias. Casi cinco años para poder hacer su segunda película Andrei Rubliov no era, evidentemente, un ritmo viable. Las dificultades, las exigencias, las prohibiciones locales e internacionales para poder exhibir sus películas, le estaban mostrando la presencia perversa de la belleza: la fealdad buscada con la excusa de buscar la verdad, le mostraba el enlace de lo estético con lo ético y eso lo fue llevando hasta el momento del exilio… del exilio físico, porque en lo ético ya lo vivía desde hacía años través de su arte. Y, aunque él no lo supiera, le quedaba poco tiempo de vida. Sin embargo, él era el dueño del tiempo a través de sus películas y era, además, increíblemente coherente en la construcción interior de su escasa pero grandiosa producción. Una coherencia realmente asombrosa que más de uno llamó sobrenatural… aunque lo único sobrenatural en el arte en general, es que sus raíces abrevan allí donde se determina, se define y legaliza a lo natural: las artes están, necesariamente, ancladas allí donde la consciencia humana es inoperante, allí donde el ‘yo’ se desvanece y sólo queda seguir la corriente que fluye, como la hoja de un árbol que ha caído en las portentosas aguas de un río cósmico… y el monólogo del personaje principal de Sacrificio, Alexander (Erland Josephson), lo explica cabalmente, relatando cómo su madre, enferma y cerca de morir se sentaba a ver su jardín todo desordenado, lleno de pasto y malezas y todo sin emprolijar. Queriendo hacer un bien postrero para ella, se pone a trabajar sin que ella lo sepa: poda arbustos, corta el pasto, retira las hojas mustias y cuando quiere observar su obra desde la silla en la que habitualmente lo hacia la madre no ve la belleza que su buena voluntad y el imperio de su yo habían pretendido, y se pregunta “¿Adónde se había ido toda la belleza de ese jardín… todo lo natural..? Fue repugnante…” Era una belleza, reconoce Alexander, fruto de la violencia, como cualquier pretensión de verdad en un mundo, en un Universo, que sólo responde a sus propias leyes y que no toma en cuenta -porque no puede hacerlo sin entrar en contradicción- la opinión del Hombre. Y la violencia y la fealdad nacen así cuando no se fundamentan en el libre devenir de aquello que no podemos conocer sino, apenas, reconocer en nuestra actitud de respeto por la vida, esto es: en el respeto por todo lo existente, haciendo que todo lo existente -por vital- se torne sagrado… sacrificando, en definitiva, nuestro ego idolatrado en pos de humillarnos frente a la sabiduría absoluta del Universo… Tal, quizás el tema central en la preocupación estética y ética de Tarkovski.

 

El actor Erland Josephson en una escena de «Sacrificio» (1986), de Andrei Tarkovski

 

La película

Para muchos analistas, Sacrificio -(Offret)-,  sería el filme donde Tarkovski lograría plasmar de manera más plena su ya legendaria teoría de que el cine era esculpir en el tiempo: desbastar del tiempo superfluo a los hechos -tal como decía hacer Miguel Ángel con sus esculturas, quitando el material sobrante para que apareciera la escultura que ya estaba en su mente, y conseguir que se develara la obra de arte. En Sacrificio, todo transcurre en un “día aristotélico”: desde un amanecer a otro. El guión comenzó a escribirlo en 1981 junto a quien fuero uno de sus colaboradores en Stalker -1979-, uno de los hermanos Strugatsky, Arkadi, pero a poco de comenzar, diversas dificultades los fueron separando y se considera que Sacrificio es la primera película cuyo guión pertenece enteramente al propio Tarkovski.

La historia es simple: una reunión por el cumpleaños de un profesor –Alexander-; la preocupación de éste por el futuro que le dejará a su pequeño hijo -enmudecido temporariamente tras una operación… (recordar aquí al tartamudo con el que comienza El espejo) y que habla recién sobre el final: “En el principio fue el Verbo… ¿Por qué papá..?. Una guerra mundial a escala atómica que estalla en ese día y la posibilidad de volver todo a las condiciones de la jornada anterior -por consejo de su amigo, el extraño cartero Otto (Allan Edwall), coleccionista de hechos inexplicables- y una mujer –María, empleada de la casa interpretada por la actriz Guðrún Gísladóttir – que por sus condiciones de bruja, si conseguía hacer el amor con ella, conseguirá cancelar el desastre inminente y todo volverá a ser como antes…  lo consigue (en la película, lo sexual queda hipostasiado como un regreso a lo maternal). El mundo vuelve a ser como antes pero sabe que esa gracia exige sacrificarlo todo: su casa y hasta lo que le queda de familia. Para ello, le prende fuego a su hogar, tras lo cual es buscado por una ambulancia, en medio de la hecatombe, que se descuenta viene de un psiquiátrico. Prácticamente huye de su familia, en un ligero toque de humor, metiéndose en el vehículo por donde él quiere y cuando se suben con él, él los baja y cierra las puertas de la ambulancia desde dentro.

Tarkovski contó con la colaboración del gobierno sueco y de su admirado Ingmar Bergman, quien, a su vez le cede su director de iluminación y fotografía: Sven Nykvist (que ya había trabajado, entre otros, con Roman Polanski, en su película El inquilino, de 1976). Nykvist debía acoplarse al estilo de trabajo del ruso  y existe un interesante documental acerca de esta relación laboral tan especial.

El único traspié en esta relación, fue el error en la lente de la única cámara que se usó para la escena de la casa incendiándose: la gigantesca toma se había arruinado. Hubo que levantar la casa de nuevo, trasplantar pasto, cortarlo y rehacer un plano secuencia extremadamente complejo, donde todo tenía que llevarse adelante como en el mecanismo de un reloj… Tres cámaras se usaron en esta oportunidad y la toma, de unos once minutos de duración, pudo terminarse en forma.

Como todos los héroes de Tarkovski, se construyen como en un vaciado en el hueco que va dejando el mundo que los rodea, y el mundo de aquellos años, en las postrimerías de la Guerra Fría (y muy cerca del desastre de Chernobyl), era oscuro y de difícil percepción a futuro. Una noche imposible de transmitir con palabras. Tal el ambiente sombrío y la atmósfera de decepción frente a lo que somos, que movió a Tarkovski a expresarse a través de Sacrificio

 

Erland Josephson y Tommy Kjellqvist en «Sacrificio» (1986)

 

Furyu monji

El concepto budista zen de furyu monji nos informa que nada verdadero se puede expresar totalmente a través de las palabras, y que las palabras en sí mismas son fantasmas que no pueden reducirse a la dimensión del lenguaje hablado… esto es: en el universo de lo sagrado -y una obra de arte comparte esta dimensión- , si hay palabras, éstas no dicen lo que dicen. En el cine de Tarkovski, todo se alcanza a decir con cine… palabras incluidas. Tal la cercanía del arte de Tarkovski a esa disolución espectral de las palabras que es la poesía… ese estado híbrido de la poesía, ocupando espacio en el papel como un cuadro lo hace en una pared y resolviéndose a su vez, en el tiempo como lo hace la música, con su ritmo, su rima y su salto hacia el vacío del significado, dándole al arte poético un sentido siempre futuro.

La vida está hecha de tiempo. La vida es tiempo… y de él está hecho el arte porque el arte es una metáfora de la vida.

Por eso, la plástica -fijada en el espacio de la obra solidificada- busca su solidez artística en el esquema temporal de ritmos, curvas y dinámicas. Lo propio va haciendo un poema a lo largo de su desarrollo espacial: cada estrofa o nos arrastra desde el vacío al ser y de éste a las nada del vacío nuevamente, o nos arrastra de estrofa en estrofa, de verso a verso a través de la proyección de la metáfora (“…id más allá”, le reclamaba Victor Hugo a los poetas) o a partir de la expectativa que genera la esperada rima o el tratamiento mismo del tema. La música, por su parte, ha abandonado casi todo el espacio y se ha reconcentrado en el tiempo mismo.

Bajo este esquema conceptual, el cine de Tarkovski trabaja con todas las herramientas de expresión posibles siempre orientadas por el tiempo: el color, los sonidos, los efectos electrónicos de sonido al que lo introdujo el músico Eduard Artémiev; los elementos naturales -especialmente el agua, por su dinámica, su inestabilidad-; la lentitud -o sea: el acople al tiempo real para que el tiempo esté presente en la duración de lo que se ve-… Todas estas herramientas sirven a la concreción de su arte pero, a su vez, ponen en riesgo la percepción del espectador y la relación con éste… Tarkovski filma para generar un compromiso activo entre su cine y el público: casi cinco largos minutos duran los créditos iniciales de Sacrificio, a lo que se le suma un plano secuencia de unos nueve no menos largos minutos. Se cuenta que durante la presentación para el público del filme en el Festival de Cannes, muchos aprovecharon estos 14 minutos iniciales para irse de las salas, y que cuando se lo comentaron a Tarkovski -ya en su lecho de muerte- éste se alegró de que su película sirviera, por lo menos, para depurar a todos aquellos que no fueran capaces de entrar a su cine… como sea, Tarkovski buscó crear, alejarse de todo lo filmado: “…si veo que algún plano o toma me recuerda a algún director, los cambio para evitarlo…” , aunque esto pudiera significar, para algunos, un maltrato al espectador acostumbrado (¿adicto?) al ritmo del cine norteamericano y su secuela, el europeo occidental… Así, el plano secuencia inicial “reclama” un corte a primer plano que nunca se da y esto fastidia al espectador que está decidido a ser servido por la película y que no está dispuesto a “trabajar” mentalmente para ver cine y, como consecuencia, a ser alguien mejor a partir de ese esfuerzo… después de todo -se razona- nadie paga por trabajar.

Por empezar, su cine nunca representó la realidad, sino que la creó, y le dio su propia organización de valor legal en su Universo como base de toda creación artística. De hecho, crear es ordenar material preexistente y no una creación desde la nada (esta idea resulta de una mala traducción del Génesis), y para ordenar adecuadamente hacen falta leyes, reglas específicas cuya aplicación generará la obra de arte buscada… leyes propias del universo del artista que aplicará a su obra, haciendo que ésta brille como un astro en el cielo sometido a las leyes impuestas. Y es por esto -por el necesario abismo que estas mismas leyes generan entre el artista y el público que “descubre” al artista y sus leyes- es que debemos entender que “trabajar” con el cine de Tarkovski no implica tener que deducir intelectualmente sus filmes (la “interpretación”), cosa a las que nos acostumbró Occidente desde la helenización de nuestra “sabiduría”: el furyu monji es algo prohibido en Occidente desde hace más de dos mil años. Sus cintas son, antes bien, textura en una procesión irreflexiva y no razonamientos que persiguen el éxito de un silogismo. Son una larga y plástica romería de vacío intelectual pero de plenitud sensual e intuitiva… como es largo y profundo el país continente de donde proviene el director: como ya dijimos en otra oportunidad, la cabeza de Rusia podrá estar en Europa, pero su cuerpo se avecina al mundo de Mongolia, China y el Japón… allí los tiempos son diferentes y los espacios se viven diferentes y es, entonces, que las leyes del arte que surgen también serán diferentes… y no estamos, en Occidente, acostumbrados a lo diferente. Antes bien, estamos modelados en función de un mundo cultural policíaco de control lateral, donde hasta la transgresión lo será siempre en función de que lo “culturalmente” establecido así lo permita… No hay vanguardia, en definitiva, que no sea con licencia de lo helénicamente establecido. Por esto, por estar fuera del control de ese aborto que fue el paraíso soviético y fuera del control de lo estéticamente establecido por los centros de poder, es que el arte de Tarkovski queda inscrito entra las piezas más sublimes del arte universal.

 

La actriz Susan Fleetwood en «Sacrificio» (1986)

 

Colofón
Con este escrito llego al final del análisis -necesariamente precario y limitado- de las siete películas de Tarkovski. Sólo resta por decir que en Sacrificio se cierra el universo vital del director: no pudo ir a recibir sus premios en Cannes -moriría en poco tiempo más- y lo reemplazó su hijo. Pero también se cierra el ciclo del Universo Tarkovskiano… no sabemos si él lo sabía o no, pero la última escena de “Sacrificio” -y esto lo dijimos anteriormente en este mismo espacio-, coincide en lo estructural con la primera escena de su primera película, La infancia de Iván: un niño tras una telaraña -la guerra- y una cámara que se eleva hacia la copa de un árbol… seis películas más, y encontramos a un niño, displicentemente relajado tras el sacrificio de su padre, y la cámara que trepa hacia la copa de un árbol… Un Universo artístico que se precie de tal debe empezar y terminar en sí mismo e inducirnos a buscar lo sagrado en el mundo a través de lo sagrado que el propio arte propone.

Tarkovski lo había logrado: la guerra contra la dura realidad política terminaba en la paz propia. Antes de morir en París, el 29 de diciembre de 1986, se había logrado que la U.R.S.S. le permitiera a su hijo Andriusha abandonar el país y que se reencontrara con su padre en un Hospital parisino… un padre artista que se sacrificó a sí mismo desde el arte por conseguir la libertad legítima e infinita que merecen y reclaman el pensamiento y el sentimiento humanos, personificados, en este caso, por su hijo a quien, en su aliento final, le dedicara la película: “ A mi hijo Andriusha, con esperanza y confianza”

 

 

 

Tráiler: