Proyectada como Función Especial en el Santiago Festival Internacional de Cine 2018, la última entrega de la connotada directora local, que casi carece de tensión narrativa, de conflictos de personajes (no se observa de una forma clara el clásico esquema de un rol que parte en el punto A, le pasan cosas y llega al punto B), junto al modo con el que está filmada (una estética naturalista, de gran plasticidad), pueden generar que se vuelva un poco cuesta arriba para apreciar: Pero, ¡qué bueno que así sea!
Por Juan José Jordán Colzani
Publicado el 26.8.2018
La película de Dominga Sotomayor Castillo (1985), premiada en el último Festival de Locarno (que se estrenará recién en las salas chilenas el próximo mes de mayo de 2019) habla sobre los primeros pobladores de la Comunidad Ecológica de Peñalolén -a principios de la década de 1990-, y permite acercarse de paso a los inicios del cine, cuando los hermanos Lumière iban con su cámara a registrar diferentes situaciones del acontecer cotidiano, siempre con una cámara fija. Así fue como retrataron a un familiar dándole de comer a su hijo en una mesa del jardín, o a los trabajadores a la salida de su trabajo de la fábrica, por nombrar algunos ejemplos. Este modo de filmación permite sentir la vida que late en pantalla, mirar con detención y por ende, sentir una efectiva conexión con esas vidas: podemos casi tocar con los ojos a las señoras que salen del trabajo o al pequeño sobrino recibiendo la comida. Si bien, a diferencia del trabajo de los franceses el crédito de Sotomayor es ficción, comparte el mismo espíritu.
Todo lo contrario al usual bombardeo de imágenes que se suele dar en el cine, en donde existe frecuentemente la ansiedad de rellenar con imágenes banales o que los personajes hablen, aunque sea cualquier sandez. Acá el silencio dice mucho, como la escena en que una joven está triste porque su madre no llegó a la cena de año nuevo a la que estaba invitada. Aparece su padre y le pone su chaqueta, muerta de frío como estaba después de tirarse al río. No le dice algo como “Tu sabes que los adultos cometemos errores, pero ella te quiere”. Nada. Sirve para recordar que las palabras a veces sobran y no es malo que el cine deje de tenerle miedo al silencio y se vuelva consciente por lo mismo de su obsesión por el relleno.
Lo que se traduce también en una forma particular de lidiar con la visualidad, dándole un espacio para que se puedan desenvolver plenamente en pantalla. Son imágenes que “no están haciendo avanzar la historia”, como indica el dogma de Hollywood, que uno se da cuenta al enfrentarse a una obra como esta hasta que punto se lo tiene inconscientemente internalizado. Pero qué importa: conducen a otro lugar las imágenes del perro corriendo a través de la niebla o los largos acercamientos al rostro de una de las niñas de mirada melancólica, a uno más personal.
Este naturalismo también se aprecia en la utilización de la música: con excepción de la que sale cuando aparecen los créditos, todo el tiempo lo que escuchamos es algo que estamos viendo, que está sucediendo: un vinilo de «Los Prisioneros» que comienza a sonar cuando la aguja toca el disco, canciones que los invitados a una fiesta van interpretando por turnos en un escenario, que recuerda a lo que sucedía en la película Fiesta de aniversario (Alan Cumming, 2001), donde pasaba algo similar en una celebración. O vemos a un personaje escuchando cintas de ella misma cuando niña, en una escena muy emotiva, que permite reflexionar en torno a lo mucho que aún se puede explorar en la utilización del sonido en el cine.
En el plano argumental la obra no ofrece muchas certezas. Más que el tema personal de cada uno, lo esencial es el retrato de ellos como colectivo: un grupo de adultos que se resiste al paso del tiempo, con problemas para comenzar a afrontar una juventud que se va. En este sentido, la figura del motoquero interpretado por Matías Oviedo andando a alta velocidad por los caminos de tierra sin usar casco, puede ser una buena muestra de ello. Forever Young, cantaba Bob Dylan en uno de sus pocos temas para el olvido y a lo mejor no sea coincidencia. Y es que en ellos la vida les va pasando y se van acomodando como pueden, siempre al día, como si el mañana fuera una invención.
De todos modos, hay algunos personajes relevantes, pero subordinados a lo que sucede en la comunidad. Hay una presencia invisible (y de cierto modo, temida) de una madre que es una especie de mito: la conocemos solo por lo que se habla de ella. Pero al mismo tiempo, representa la personificación del mundo: ella se fue de ahí, vive en Ñuñoa, en la ciudad. Para su hija, que vive con su padre (la misma que recibe la chaqueta), esto se convierte en un medio de concretizar sus deseos de cambio.
La ausencia de una tensión narrativa clara, junto al modo en que está filmada, con largas escenas en que no pasa mucho, pueden generar que sea «pesada de ver». Pero que bueno que así sea. El espectador es desafiado a salir de su zona de confort en una propuesta interesante y de todos modos, la vida de esa comunidad, a pesar de su aislamiento, comunica porqué no hay un interés de mirarse el ombligo o hablar de cosas que alguien que no es ahí no entendería.
Estamos a inicios de la década de 1990, pero las referencias al contexto son casi inexistentes. Se puede creer por harto rato que el Jeep Lada Niva, muy común en esa época, se debía a un gusto por lo antiguo en su dueño (de hecho, todavía se ven en la calle, a veces). Ya con la primera botella de Free la cosa parece quedar más clara, pero quizás el rasgo más decidor sea cuando aparecen unos autos de carabineros de color negro.
Lo que tiene relación con la vida en la comunidad: están en un aislamiento voluntario, donde el exterior pareciera no existir. Al mismo tiempo, este hábitat también es una especie de burbuja asfixiante. No tienen luz y sus únicos contactos con la ciudad son cuando bajan a comprar. No son infrecuentes los roces que se generan: gente pobre, condenados a desempeñar la función de ser sus trabajadores o los sospechosos cuando hay algún robo. La forma en que dialogan estos dos grupos es limitada, produciendo tensión. Son pocas las veces en que vemos un diálogo en donde miembros de ambos sectores puedan compartir de forma libre.
Pero esta misma desconexión es mirada también desde una postura crítica, como cuando están todos preocupados de apagar el incendio antes que lleguen los bomberos y vemos al padre de uno de los muchachos con su manguera, limpiando su auto, que funciona también como una metáfora crítica para hablar de la incapacidad de atender a lo que pasa a tres pasos de uno por estar tan preocupado del propio bienestar, lo que de alguna manera también se puede extrapolar a la comunidad en su conjunto o quizás también al mismo mundo del cine.
Se agradece una película que salga del circuito Parque Bustamente – Drugstore- Lastarria – Bellas Artes, como lugares de filmación. Pareciera que no hubieran más locaciones interesantes para rodar un largometraje en Santiago. Esto representa de por si un aporte, al ampliar el imaginario y entregar la idea que también se pueden contar historias que suceden en otros lados. Por otro lado es interesante que los creadores se atrevan a hacer un filme que no sea de género, que desafíe al espectador.
Juan José Jordán Colzani (1982) estudió literatura en la Universidad Diego Portales y es autor del libro Ahí va esa y otras crónicas (RIL editores, Santiago, 2014), del desparecido narrador y periodista talquino Guillermo Blanco.