La competencia nacional del Santiago Festival de Cine versión 2021 abrió sus proyecciones, y una de las primeras candidatas en anotar su nombre para la jornada de premiación de los próximos días es la rescatable ópera prima del director penquista Juan Mora Cid.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 17.8.2021
Como un aluvión que surge desde un tranquilo manantial, se desenvuelve en su transcurrir dramático el filme del realizador chileno Juan Mora Cid. Inserto en el contexto del conflicto mapuche en la Región de la Araucanía, la obra apunta hacia una interpretación política en torno al enfrentamiento que durante los últimos años ha aumentado su violencia e intensidad.
Pese a lo arriesgado de la citada intención argumental, la conclusión y el total del crédito responden plausiblemente a los propósitos artísticos y audiovisuales del director. La estrategia escénica y diegética es sencilla y acertada: un par de planos exteriores en esa urbanidad excitada y hectáreas rurales de la zona, y ambientaciones interiores que simulan los lugares en los cuales se vive la intimidad y la cotidianidad de los personajes.
En ese sentido, se aprecia bastante lograda la construcción cinematográfica de la ruca donde el protagonista Carlos Kindermann (interpretado por Álvaro Muñoz en un registro algo forzado), quien recrea a un ciudadano chileno-suizo que regresa al país para efectuar la posesión efectiva de la herencia paterna (3 mil hectáreas en el corazón del disputado Wallmapu).
Ciertos detalles, especialmente actorales (el director escoge un elenco que mezcla intérpretes profesiones y sin formación escénica, donde destacan la presencia de Luis Dubó y de Luis Vitalino Grandón), privan a este largometraje de un mayor valor cinético en su cualificación como producto de ficción, sin embargo, resulta imperativo reconocer, por otra parte, que esa natural tosquedad dramática, también aporta una transparencia documental a los cuadros donde los roles amateur protagonizan y se apoderan de las secuencias.
Así, a modo de ejemplo, el uso del idioma mapudungún —por parte de los actores de origen mapuche— fundamenta una opción estética y le resuelve al equipo de producción problemas de caracterización que de otra forma habrían sido difíciles de propiciar y por último de conseguir.
En poco más de una hora de largometraje, la tensión aumenta, y lo que parecía ser un tránsito breve para el gringo Kindermann, se transforma en una encrucijada vital que le permitirá reencontrase consigo mismo, con su pasado, con sus orígenes identitarios, y finalmente con esa huidiza y casi fantasmal figura paterna.
La fotografía alcanza cotas altas de perfección técnica, especialmente por lo difícil que significa filmar de día (con es luz opaca y nublada del sur de Chile), y en los distintos climas y ambientaciones que utiliza Mora Cid a fin de construir esta satisfactoria historia. El excelente sonido a cargo de Fernando Abba, y el uso de la minimalista música incidental, asimismo, son aspectos mayores en el juicio final que nos merece Dominio vigente (2020).
Es verdad que algunas de sus hipótesis dramáticas pueden ser cuestionables y debatibles (bueno, esa es la gracia de la institucionalidad democrática), pero se aplaude el riesgo, la creatividad para convertir algunas carencias en virtudes audiovisuales y finalmente en fortalezas artísticas.
Dominio vigente evidencia la independencia y la libertad, tanto ideológica como financiera, que necesita la industria nacional (lejos de los cócteles, los flashes, las casas productoras y los nombres que se repiten constantemente como delegación «oficial» en los festivales de Berlín y de Cannes) con el propósito de aportar a la discusión histórica y a la forja de un futuro societario de mayores y plenos horizontes en común.
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Tráiler:
Imagen destacada: Dominio vigente (2020).