El poeta chileno que acaba de ganar la decimoquinta versión del premio Stella Corvalán con el volumen inédito «Días como peces”, dialoga con el Diario «Cine y Literatura» en torno al estado sin tiempo de las letras nacionales, sobre su visión del circuito local que crea su arte en base a las palabras y acerca de su nostálgica mirada en relación a su propio quehacer inventivo.
Por Ernesto González Barnert
Publicado el 17.10.2019
En un país que no te da nada (Chile), el cual celebra nuestros talentos y tesoros vivos con desdén, y que sobrevive por la decencia de su pueblo o de sus mejores hombres a duras penas, con una resiliencia que pasma, incluso. Me parece que no puedo dejar de escapar este ciclo para conversar con uno de los grandes poetas chilenos, Sergio Rodríguez Saavedra (Santiago de Chile, 1963), quien acaba de recibir un nuevo premio (el prestigioso Stella Corvalán, que entrega la Ilustre Municipalidad de Talca), por su obra Días como peces.
Un largo poemario dividido en varios fragmentos de inusitada belleza y fuerza lírica a través del flujo y estancamiento de las aguas, de los peces oscuros y claros, del lodo “chileno”. Acá, les dejamos una conversación profunda sobre su quehacer y el status quo, develando las huellas por dónde va esta temporada en que ya celebra más de 20 años de trayectoria poética, la cual ha sabido alcanzar su sitial y su mérito, sin show de segundas o patéticos, escribiendo obras que no morirán con él, mereciendo más y mejores lecturas en un país donde se lee apenas o derechamente mal en su mayoría; sabremos guiarnos no por las estrellas en la oscuridad que se viene, sino por nuestros poetas, por Sergio, quien viene montándose una obra mayor desde las afueras de Santiago.
– ¿Eres «un hijo rojo de la lluvia», como señalas en Patria negra/ Patria roja?
-Soy un hijo de todos los olvidos de esta patria, partiendo por mi padre y terminando por Defensa de la tierra de Luis Oyarzún. Es una opción casi natural iniciada ya en parte en Suscrito en la niebla el año 1995, cuando realicé las primeras lecturas para fundamentar un texto sobre los mapuches que emigraron a Santiago a mediados de siglo y que finalmente fui pasando a otro libro. Hay algo de desamparo que viene quizás de mi infancia en el campamento El Despertar de Maipú (nombre hoy inexistente, donde viví el golpe militar a los diez años) y la sobrevivencia obligatoria. Esas soledades y esos fríos sin lenguaje se quedan para siempre. Fue bueno encontrar los personajes que permitieran darles algo de voz y sosiego, además parte de la biografía propia, pues estudié en la Universidad de La Serena en la IV Región, zona reconocida del poblamiento chango o camanchango como dicen los especialistas. Me gustaba mucho estar frente a sus costas, era como reconocerse.
-¿Qué te movió a enlazar la historia chilena con los changos?
-La contemplación, que no es la misma de Heidegger, pero que sin embargo habitaba a las recolectoras de huiro en la que denominaban “Playa changa” en el Coquimbo de los 80. Porque después de la extinción, después de la desaparición, queda el vacío de lo que existió. Queda ese “aquí estamos” expresado en conchas, huesos, lo que ya no es carne ni paso, la riqueza inmaterial pero tangible. Y como la historia reciente de Chile es un cúmulo de omisiones y de desapariciones, pues, en ese punto donde olvido y memoria se dividen, encontré un espacio para recrear mi propio pensamiento y unir con frases estos momentos dispersos que incluyen voces que conocí o imagino haber conocido. A fin de cuentas, para mi la poesía sigue siendo la forma de ver algo que nunca ocurrió.
–Existen varias antologías de tu obra, ¿qué crees de ellas?, ¿qué falto en cada una de las tuyas?
-Solo para precisar, dos hasta ahora, una en España, otra en Colombia, las demás son muestras, generosas en algunos casos, pero muestras. En lo segundo, arquitectura, no estoy tan conforme con la arquitectura del libro. Proyectos como Centenario o el mismo Patria negra… tienen una estructura que habla o silencia (que es otra forma de decir) casi tan importante como lo impreso que a veces requiere de una adecuación al espacio hoja, un trato en conjunto. Si fuera posible, editaría una antología más temática que cronológica, con los trabajos post coloniales por un lado y los biográficos (por ejemplo, de Militancia personal) por el otro. En medio pondría lo experimental del lenguaje o lo metaliterario para reafirmar que eso une, finalmente, lo que fui escribiendo estos años. Me gustan las antologías cuando son revisadas, cuando la composición opera como una nueva lectura.
– ¿Qué significa para un autor tan premiado, ser premiado?
-Ni tanto, diría. Durante años, los concursos fueron casi la única vinculación con quienes hacían literatura, también, en contadas ocasiones, un alivio económico, un rato de tranquilidad para escribir. Por otro lado, y discúlpenme los que suelen atacar los premios cuando no los reciben, la mayoría en Chile son anónimos, es decir, es lo más cercano a una lectura desnuda de tu trabajo, a la ausencia de amiguismo que suelen cundir a la hora de generar espacios. Cuando participas de uno no incluyes un currículum en la primera página, como ocurre cuando peleas las becas en universidades extranjeras, suena hasta chistoso ese desprecio a los méritos y la alabanza del compadrazgo. Bueno, también una suerte de aterrizaje, volver al inicio porque la mayoría de las veces se pierde. De hecho y meditando, me gusta el formato concurso porque realza más la obra que al autor, y total, al otro día volveré a mis clases en La Pintana algo más contento y no cargaré a nadie con las exigencias de escritor con méritos. De quienes he conocido o leído en este ámbito: Marcelo Guajardo, Julieta Marchant, Enrique Winter, tú, etcétera, nada que decir, incluso dejan historias para contar después, como la de Andrógino de Antonio Silva cuando ganó el Eusebio Lillo en El Bosque y que, con Yuri Pérez, conversamos años después en San Bernardo y aún suena a novedad. El concurso es una buena forma de contactarse con quienes están en plena creación, pensarse como editor, leerse a sí mismo, devolverse en la crítica y, a veces, si algo recibes, comprarse un buen libro, estimularse.
–Acabas de ganar el Premio Stella Corvalán, por Días como peces, ¿adónde estás apuntando con ese libro?
-Es mi límite con la poesía del lenguaje y la condensación de la frase. También el concepto forma y fondo, aprovechando el campo semántico que permiten los peces de roca y la zona de sacrificio vislumbrada tras la relación abuelo – nieto hombre que narra el poema. En general ante la poesía en hueso, sin mayor retórica, minimalista incluso -estoy pensando en el haikú, en García Quintero, Hugo Mujica, aunque todos son más que la adjetivación anterior- yo prefiero el poema vestido con anécdota, con historia como La pieza oscura de Lihn o Retrato de mi padre, militante comunista de Jorge Teillier. Y sin embargo, a veces hay una necesidad de condensar el lenguaje, evitar el incendio del poema, solo el espacio mínimo para la chispa que deje a la sombra lo que es de la sombra. Luego de enviarlo al concurso seguí trabajando en esa unidad, agregando cierta carga, está ahí. En general suelo apuntar hacia un punto fijo, pero me distraigo con variaciones y rara vez acierto, eso genera otra actitud: la de componer o seguir componiendo hasta que se agoten las ideas y dar un buen tiempo de reposo antes de la decisión de publicar.
–¿Qué hay del profesor y del editor en el poeta?
-A estas alturas, poco. Como editor le exijo mínimamente al poeta, como profesor el conflicto es inmediato. Estoy en desacuerdo con los modelos curriculares que hoy están obligados a usar la mayoría de los profesores, la subutilización que la universidad hace de la literatura como materia prima de discursos teóricos que hacen ver a la poesía como la mala copia de un postítulo preconcebido, cuando el elemento esencial está aquí mismo, como si no fuesen suficientemente válidas nuestras vidas. Poco, quizás la experiencia para hacer de un montón de poemas una obra. El ojo, aunque simplemente sea la maduración de algo que ya existía. Una vez Eduardo Llanos me preguntó por lo primero que compré en poesía y se asombraba de que en medio del mercado al que fui en Avenida Matta hubiese escogido A partir de Manhattan de Enrique Lihn, no sé, a veces creo que hay más intuición que razonamiento, después me conformo con que toda lectura razonada también genera otro equilibrio llamado madurez, y, terminando con la pregunta, dejo a cada uno su parte, sus culpas propias, creo ser lo suficientemente híbrido como para no agregar más.
–Si tuvieras que verte obligado a elegir unos versos de tu obra, ¿cuáles serían en esta ocasión?
-Uno bastante vanidoso que aparece en Bonzo para una escritura suicida: “Nadie debe creer que soy la ceniza que dejé, sino este segundo de luz”. Nunca me ha interesado la permanencia, sino los momentos. De hecho, estoy en la literatura por mera casualidad, hasta los veinte años apenas fue una materia, algo cultural, casi no me pidieron lecturas en la educación media y el bagaje era pobre. Cuando me integré a los movimientos políticos como dirigente en mi carrera surgió la vinculación con quienes estudiaban Lenguaje, justo los que hacían poesía, y aquí estoy. Todavía guardo algún libro y la amistad con Leo Lobos que era parte de esa generación en la U. Me ocurrió siempre, cuando de regreso a la orfandad del trabajo en un colegio de Santiago me enteré de la Sech y fui a ver qué pasaba, me abrió la puerta Edmundo Herrera que era su presidente y además hombre afable como pocos, fue de esos momentos justos.
–Cuál es a tu juicio uno de los grandes errores en que incurren los poetas actuales?
-Confundir la experiencia personal con el lenguaje plano como ocurrió en España con la poesía de la experiencia. Con Paz Molina conversábamos el tema en Las Terrazas de los 90, sobre que una gota de pasado –nos referíamos, en realidad, al surrealismo- no le hacían mal al texto y se agradecía. También exigirse mayor complejidad conceptual en un medio predominantemente experimental: es como si a un mexicano le pidieras agregar merquén a su comida, queda imposible de tragar. Nuestra “tradición” vanguardista es amplísima y suficiente la retórica. Creo que a veces nos falta más empatía con el presunto lector. Para ejemplificar y echarme la caballería encima, prefiero el Metales pesados de Yanko González -que es un autor al sigo hace años- en la edición de su antología Objetivo general que en el libro de origen, como así mismo prefería el Andrés Anwandter de El árbol del lenguaje en otoño al de Amarillo crepúsculo, obviamente hablo de mis gustos, cada autor es libre de seguir su búsqueda. Supongo que, simplemente, me vuelvo viejo y por eso salvo a Harris y a Cociña, prefiero autores que varían de libro en libro como Rioseco o mi lejano amigo Julio Espinosa. La dispersión de mi biblioteca impresiona más que los textos. Para ser profesor, tengo un déficit atencional tremendo.
–¿Qué poema te sabes de memoria?, ¿cuál te gustaría saber?
-No soy buen conferencista, no me sé poemas de memoria, a veces recuerdo partes de Y la muerte no tendrá dominio de Dylan Thomas, el comienzo de la parte de los desiertos de Purgatorio, algo de Los sonetos de la muerte de Gabriela Mistral, unos versos de Valerio Magrelli que siempre me hicieron ruido: para mí la razón / de la escritura / es siempre escritura / de la razón. Me hubiese gustado memorizar La bandera de Chile de Elvira Hernández, que es un poema donde la oralidad, pese a su información, gana y que prende mi rabia guardada. Me encantaría tener la memoria de un Francisco Véjar para citar a Teillier o la de Pedro Lastra para relatar día y hora de una anécdota con Ginsberg en un taxi, recuerdo cosas que a nadie interesan, como que las libélulas tienen 30 mil omatidias (algunos dicen ommatidias) que son su forma de ver y sentir o que Bernardo Chandía -a quien debiésemos leer de nuevo- tenía terror por las micros. Recuerdo que para el año 1999 acompañé a Julio Espinosa, Horacio Eloy, Isabel Gómez y varios más a una foto con Gladys Marín para Cien poemas de amor y de lucha por Gladys, estaba Volodia, Lemebel y Tamara Acosta. Cuando terminó la sesión Tamara se fue sola, atravesando el parque, vestida con una blusa negra, pantalón negro suelto atado con un cinturón de género del mismo tono y se perdió de vista llegando al Mapocho. En fin, de esos poemas, si fuera capaz de escribirlos, me acordaría.
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Ernesto González Barnert (nació el 30 de agosto de 1978, en Temuco, Chile). Ha obtenido por su obra poética el Premio Pablo Neruda de Poesía Joven 2018, el Premio Consejo Nacional del Libro a Mejor Obra Inédita 2014, el Premio Nacional Eduardo Anguita 2009, entre otros, además de varias menciones y becas.
Entre sus últimos libros está Equipaje ligero (HD, Argentina, 2017), la reedición de Trabajos de luz sobre el agua (HD, Argentina, 2017), Éramos estrellas, éramos música, éramos tiempo (Mago, Chile, 2018), la reedición de Playlist en EE.UU. (Floricanto Press, 2019) y en Chile (Plazadeletras, bilingüe, 2019), además de la antología Ningún hombre es una isla (BuenosAiresPoetry, Argentina, 2019). Es cineasta y productor cultural del Espacio Estravagario de la Fundación Pablo Neruda. Actualmente reside en Santiago.
Imagen destacada: El poeta chileno Sergio Rodríguez Saavedra.