La escritora de la siguiente ficción nació en la ciudad de Rosario (Argentina). Es antropóloga de profesión y ha sido investigadora y docente invitada en centros académicos y universidades de distintos países, dentro y fuera de América Latina. Se ha desempeñado en varias agencias del sistema de Naciones Unidas. Actualmente, reside en Santiago. Hace muchos años comenzó a escribir narrativa y ha recibido numerosos premios en certámenes internacionales, tanto en Chile, como en Argentina, España, los Estados Unidos y México.
Por Isabel Hernández
Publicado el 19.10.2017
Soy Великая княжна Анастасия Николаевна Романова, la Gran Duquesa. Nací el 18 de junio de 1901. Mi padre fue el último Zar de la Rusia Imperial, el Emperador Nicolás II y mi madre, Alexandra Fiódorovna Románov. Tuve tres hermanas mayores: las grandes duquesas Olga, Tatiana y María. Mi único hermano varón, menor que yo, era Alexis Nikoláyevich Románov, Zarévich de Rusia.
Cien años después de lo ocurrido en octubre de 1917, es posible que ustedes piensen que ahora los problemas sociales y políticos son otros. Pero no lo crean así. La pobreza y la injusticia, los gobernantes necios y las masacres son las mismas. ¿Les preocupan las amenazas al estilo de vida que llevan? Pues, a comienzos del siglo XX, nosotros también convivíamos con una de las peores lacras sociales: el terrorismo.
El terrorismo se había encarnado hacía tiempo en el pueblo ruso, contagiando desmoralización e inseguridad a todo el mundo.
La extensión del terror respondía a una cierta lógica perversa: Mientras mi padre, el Zar Nicolás II, ejercía la autocracia más retrógrada y esclerotizada, el revolucionario Sergei Nechaev cultivaba la mayor de las violencias y unos niveles de despotismo que hacían retroceder al mismísimo Mijaíl Bakunin, anarquista radical entre los radicales. Mi país era el de «Los demonios», de Dostoievski, la gran novela del extremismo en ciernes; la tierra de «Padres e hijos», de Turguéniev, la historia que bautizó el moderno fenómeno nihilista. El terrorismo ruso del cambio de siglo se preciaba de ser no sólo la respuesta extrema a un problema terminal –el régimen zarista- sino la vanguardia del movimiento revolucionario: si el futuro pertenecía a las masas, los terroristas les mostraban el camino. Mi padre, el Zar, no se quedaba corto y contraatacaba con las medidas más severas: la Ojrana, la Policía Secreta, el «Domingo Sangriento» de enero de 1905 y las deportaciones a Siberia, fungían como símbolos de la más cruel de las represiones estatales. Hasta llegó a castigar por escandaloso a la «Бубновый валет», la «Sota de Diamantes», un grupo de maravillosos artistas rusos que conmovieron al mundo cuando expusieron sus obras en Moscú, en diciembre de 1910. Pero nada de eso se sabía en nuestra casa. Allí todo era temor y desprecio.
Siendo muy niña aprendí a odiar a Boris Sávinkov, quien fuera el organizador de dos de los golpes más duros sufridos por el zarismo: el asesinato de Viacheslav von Plehve, en 1904, ministro del Interior, y el del Gran Duque Sergei Alexandrovich Románov, en 1905, gobernador general de Moscú, mi tío abuelo y tío de mi padre, el último Zar.
Mi querida Rusia se mantenía obcecadamente ingobernable en contiendas que parecían no tener fin. Una pasmosa muestra de locura desde la conducción de un estado. Ese fue el escenario en el que nacimos mis tres hermanas, mi hermano Alexis Nikoláyevich y yo. Nacimos rodeados de demonios, de acontecimientos que hundieron a Rusia en un retroceso radical hacia la barbarie y consiguieron poblar nuestra infancia de fantasmas.
Mis padres fueron los únicos responsables de haber arrojado a nuestra gigantesca nación de cabeza al comunismo. Nuestra Rusia ya estaba desmembrada y destrozada cuando Lenin bajó del famoso tren blindado.
El propio Rasputín, guía espiritual de nuestra familia, fue uno de los artífices más eficaces de la caída del régimen. Y la cortedad de miras de Nicolás II impedía comprender que un país al que una guerra lejana con Japón había puesto al borde de la catástrofe, no podía lanzarse contra una pavorosa potencia industrial como lo era el Imperio Alemán. La guerra no tenía otro sentido que el de sumir a hombres y mujeres en la ansiedad y la extenuación. Por mucho que se obstinara mi padre, la guerra seguía siendo uno de los jinetes de la Apocalipsis: ofrendaba vidas, truncaba destinos. Todas las guerras son malas, no existen sables plateados a la luz del sol, ni cargas heroicas en un campo de trigo inmaculado. Todo es peste, hambre, sangre y miseria. Y después llega lo peor: el horrendo canto de los vencedores, las necias voces de la ambición socavando las ruinas.
Pero mi padre no escuchaba nada, ni a nadie.
El último Zar nunca pasó de ser un hombre cariñoso, un padre afectuoso, un marido entregado, pero, sobre todo, fue un autócrata miope, incapaz, prejuicioso y con la crueldad infinita de los que creen tener para siempre la razón.
Mi madre, con su leve cabello rubio ligeramente ondulado y sus bellos ojos azules, con la salud destrozada a partir del nacimiento del Zarévich Alexis, permanecía postrada como una inválida; tiranizaba el pequeño mundo doméstico desde su lecho de enferma y depositaba toda su confianza en la elocuencia mística de Rasputín. Por aquel tiempo llegué a odiar con todas mis fuerzas a ese monje loco. En gran parte y gracias a él, Olga, Tatiana, María y yo, crecimos en un encierro irrespirable. Nunca fuimos bien aceptadas por otras cortes reales y vivíamos intimidadas por los revolucionarios y sus puñales. El costo del egoísmo y la ceguera de mis padres lo pagarían decenas de millones de rusos. Y entre ellos nosotros, sus hijos.
Para tristeza de nuestra familia y espanto de los mejores linajes rusos, mis hermanos y yo no vivíamos en sociedad, no nos relacionábamos con los clanes acaudalados ni con las familias de credenciales aristocráticas. Las grandes duquesas no teníamos más esparcimientos que unos pocos juegos infantiles, muy poco apropiados y sólo compartidos con los jóvenes oficiales de la guardia, cuyos orígenes distaban mucho de las cunas de la nobleza. Cuatro jóvenes agraciadas y vigorosas vivíamos sin conocer amigos ni parientes masculinos, con padres sobreprotectores que impedían alianzas matrimoniales que habrían sido políticamente valiosas y, tal vez, nos hubiesen hecho felices.
Así fue como, en octubre de 1917, cuando estalló la revolución bolchevique, todos en mi familia habíamos superado con creces lo que cabría suponer que era el límite de nuestras fuerzas. Sin embargo, todavía nos esperaba más.
Como una canción de amor y muerte cuyo origen se pierde en el tiempo, en mi familia seguiría perviviendo la melodía de un atisbo de amenaza, un puño que se alzaba, o una hoja de cuchillo que al moverse relucía al sol. Aunque yo sabía, como todos los sabemos, que algún día iba a morir, nací aborreciendo la mera idea de crecer en un mundo que no me devolvía más que la conciencia de mi propia muerte, un mundo tan poco creativo que sólo sabía escenificar el dolor y la tristeza.
Pocas semanas después del triunfo de la revolución de octubre, comenzó a nevar incesantemente en Moscú. Hubo niebla y borrascas. Los vientos cada vez más violentos agitaban las múltiples banderas rojas que desafiaban la ciudad fangosa y gris. La nieve no lograba fundirse. Una tormenta caía encima de la otra.
En ese triste otoño, el más triste de todos los que recuerdo, León Trotsky trabajaba en un despacho apenas iluminado y permanentemente interrumpido por demandas inusuales, gritos de euforia, noticias de masacres, alertas de crisis, desabastecimiento y sabotaje. Sobre unas páginas atestadas de dudas, Trotsky intentaba definir los términos del proceso público al que sería sometido el Zar.
Hay una pequeña ciudad en los Montes Urales llamada Yekaterinburg. Los comunistas comenzaron a llamarla Sverdlovsk. Allí también nevaba. Era un pequeño mundo congelado, de aire silencioso, de puñales traídos por el viento. Hacía un frío que aporreaba la piel y terminaba coagulando la sangre de mis venas. En un pequeño palacio desamoblado de esa ciudad, temblando de tristeza, permanecí durante nueve meses, junto a mis padres y hermanos.
Envuelta en múltiples capas de lanas raídas, miraba la escarcha de los cristales oscuros, unos ventanales donde la nieve se derretía, se embarraba y producía la oscuridad de un mar negro y agitado.
Tanto la dirigencia de los soviets, como el ejército rojo y la mayoría del pueblo ruso, sabían que el proceso público contra mi padre no era prioritario. Ante la ingobernabilidad de los primeros tiempos de la revolución, el caos de los enfrentamientos militares y las conmociones populares, se buscaba ilusoriamente la estabilidad política, ahuyentar la angustia de la población y aliviar su miedo. Juzgar al Zar no era una prioridad. Mi destino y el de mi familia no le interesaba a nadie. Así pasaron los días y pasaron las noches y terminó el invierno.
La imagen de mi padre se disolvía en el fondo de mis ojos y no podía llorar. Me atormentaba su aflicción decreciente: empezaba a borrar sus facciones de padre y emperador.
Yo sabía que, por inquina personal, por espíritu vengativo o por rivalidad política, el Zar estaba sembrando el mundo de exilio y desarraigo. Un mundo de momias agonizantes, exangües, refugiadas en ciudades europeas desde las que no eran capaces de lanzar imprecaciones sobre el ambiente nauseabundo que se abatía sobre sus antiguos imperios. Rusos que odiaban el secularismo, el laicismo, el materialismo ateo y que carecieron de intuición histórica.
En mi decepción había una naturaleza seca, de profunda rabia y desilusión.
En la casona de Yekaterinburg nos sentíamos fuera del mundo, todo lo que se agitaba más allá de nuestras puertas y ventanas era lejano. Cuando la leña escaseaba, pensaba en la muerte. No se trataba ya de una existencia independiente a todas las demás acciones de la vida, era una posibilidad cercana.
Las tormentas fueron dejando espacio a unos brotes débiles, pálidos, en las ramas de los álamos agitadas por la brisa tibia de una primavera precoz. La condena estaba por llegar y el tiempo parecía acelerarse. Alguien, seguramente algún militar de retaguardia ordenó la ejecución inmediata de toda nuestra familia. La dirección bolchevique temía que fuéramos liberados por los contrarrevolucionarios y no había tiempo para esperar un proceso legal para mi padre. Trotsky todavía no había logrado definir los términos de ese proceso.
En la noche del 16 de julio de 1918 llegó un pelotón del Ejército Rojo a las puertas de nuestra casona de los Urales. También llegaron civiles, seguramente de la Policía Secreta. Sólo puedo recordar el aplomo con que agitaba los pliegues de mi vestido cuando bajaba las escaleras hacia el sótano donde nos encerraron. Era como el vaivén de las olas en un mar calmo de mediodía. La tela suave del color de los damascos desprendía delicadeza, una delicadeza que no estaba al alcance de ninguno de los presentes. Y yo lo sabía.
El pequeño Alexis, mi hermano hemofílico que llevaba a cuestas su propio infierno, Nicolás II, la Zarina Alexandra, mis tres hermanas, cuatro leales sirvientes y yo, fuimos llevados a un pabellón del subsuelo. Allí nos esperaba una patrulla de fusilamiento bolcheviques.
Apenas entendí lo que estaba ocurriendo. Los demás cayeron enseguida ante los disparos y sus cuerpos fueron luego rematados a punta de bayonetas.
Yo sólo recuerdo el silencio. El silencio de la Historia, el silencio de Dios.
Imagen destacada: La actriz inglesa Keira Knightley en un fotograma del filme «Anna Karenina» (2012), del director norteamericano Joe Wright