Este es un filme de animación entretenidísimo y que vale la pena apreciar: su factura y visionado no sobran, ni tampoco son el fracaso que temíamos, sino el panorama ideal para estas vacaciones de invierno, a fin de cumplir las expectativas de un público fiel y transversal.
Por Felipe Stark Bittencourt
Publicado el 11.7.2019
Toy Story 4 es una película que a nadie convencía cuando fue anunciada. El cierre redondo de su predecesora de 2010 (gracias por tanto, Lee Unkrich) y el balance que consiguió entre humor y drama le dieron a la saga de los juguetes un lugar más que merecido entre lo mejor del cine animado. Por eso, cuando anunciaron esta cuarta entrega, muchas personas se extrañaron por esa decisión (que nace, muy seguramente, por motivos comerciales, ¡oh, bendita nostalgia!) y despotricaron su malestar contra Pixar. No se puede alegar de que la presente es una mala entrega o que sobra dentro de las aventuras que han vivido Woody y Buzz Lightyear; se siente más bien como una coda bien lograda que cerraría, por fin, un ciclo que comenzó hace veinticuatro años.
La nueva dueña de los juguetes de Andy, Bonnie, lleva a su casa a un nuevo amigo: Forky, el trasunto de un tenedor y una cuchara que con cara, alambres y palitos de helado se ha convertido en su nuevo regalón. Woody se encarga personalmente de cuidarlo e, incluso, arriesgará su vida cuando en un viaje por carretera se pierda y decida buscarlo junto con quien fue su eterno amor: Bo Peep, la pastorcita de una lámpara de noche.
Josh Cooley (1980), director debutante, es un miembro antiguo de Pixar y conoce los códigos y las maneras de la compañía. Se mueve con agilidad entre el humor desopilante y la nostalgia que exudan las películas del estudio y entrega un producto muy efectivo. Saca risas con naturalidad manteniendo el espíritu de la franquicia, pero apuntando a una nueva audiencia, una mucho más sensibilizada con el feminismo y las tendencias políticas actuales. Eso se nota en la fuerza de los personajes femeninos, sobre todo en Bo Peep, quien pasa de un rol pasivo a uno totalmente activo. Es audaz, valiente y decidida y no se permite segundas opciones. Muy distinta de lo que fue su personaje original.
Lo mismo se nota, aunque pecando de cierto esquematismo esta vez, en las intenciones del antagonista de turno y en el desarrollo argumental. Es usual en el método Pixar no buscar salidas fáciles para sus personajes ni tampoco ofrecerles un viaje placentero. Las lágrimas que arranca ferozmente a sus espectadores han dado forma a largometrajes muy entrañables, verdaderas obras de arte que se alejan mucho de la media (pienso inmediatamente en Ratatouille y Wall-E). Pero en Toy Story 4 las cosas no parecen ser tan así. En cierta forma, el argumento —un poco más simplón que las anteriores entregas— se parece más a una lista de tareas y no fluye con total organicidad, cuando incluso tiene los méritos para brillar. Es entretenido y garantiza carcajadas, sólidos momentos de drama y un aire nostálgico que se mezcla con preguntas ciertamente trascendentales; pero su puesta en marcha se siente algo forzada y predecible, haciendo que el verdadero interés de la película esté más en la evolución de la técnica de animación que en la historia, pese al cariño que se le pueda tener a los personajes.
En lo concerniente a animación, no caben discusiones, Toy Story 4 brilla por donde se le mire. El progreso de la técnica sorprende enormemente, pues ha alcanzado un grado de naturalidad envidiable, apoyándose enormemente en las bondades de una luz que parece real. Este elemento se vuelve un mecanismo narrativo que conduce la acción y cuya presencia agrada tanto por su naturalidad como por su importancia dramática de principio a fin. El equipo de Josh Cooley se luce al jugar con difuminados, con rayos de luz que caen bondadosamente sobre una telaraña o en el pelaje de un gato. Asimismo, su importancia en el sistema de ideas que maneja el largometraje es tal, que no se puede obviar, apareciendo o desapareciendo en los momentos justos.
Y sobre las preguntas que se formula la película, hay que decirlo: la nueva entrega sorprende también por el tono que tiene a ratos. El por qué de la existencia, el propósito de la vida o qué depara el futuro aparecen cada cierto tiempo, y aunque su desarrollo es pequeño y encorsetado a las limitaciones de un guion pensado en un público transversal, su presencia no molesta ni se siente forzada; son preguntas algo manidas en el arte, pero que hacen del presente filme, un producto que rezuma una inquietud muy bien planteada en Forky y en Woody, aprovechando también la instancia para sacar más risas. Obviamente no espere encontrar el espectador demasiado peso en estas inquietudes (o en las respuestas que ofrece), pero, dentro de la naturaleza del filme, son más que satisfactorias.
Esto porque Toy Story 4 sabe a quién dirigirse. No solo a los niños que crecieron viendo y amando esta saga; sino también a la generación actual que las vio en la televisión o en Netflix y que las conoce por su impacto en la cultura popular. Las cartas con que juega Cooley son, en ese sentido, conservadoras y un ánimo de arriesgarse por explorar otros terrenos no parecen ser la primera opción. Con todo, y siendo francos, este es un filme entretenidísimo y que vale la pena ver: Toy Story 4 no sobra ni tampoco es el fracaso que temíamos, sino el panorama ideal para estas vacaciones de invierno.
Felipe Stark Bittencourt (1993) es licenciado en literatura por la Universidad de los Andes (Chile) y magíster en estudios de cine por el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Actualmente se dedica al fomento de la lectura en escolares y a la adaptación de guiones para teatro juvenil. Es, además, editor freelance. Sus áreas de interés son las aproximaciones interdisciplinarias entre la literatura y el cine, el guionismo y la ciencia ficción.
Asimismo es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: Una escena de Toy Story 4, del ralizador norteamericano Josh Cooley.