La obra escrita por la autora argentina tiene como punto de partida su novela “Doma”, que en el momento de ser editada generó polémica en el ámbito de la salud. La pieza cuestiona la concepción de la enfermedad que tiene el sistema médico y presenta una posición que deja en claro que el paciente no está enfermo cuando ingresa a este sistema, sino que es convertido en enfermedad y en objeto a ser manipulado. Su última temporada en cartelera fue durante 2007 en Buenos Aires.
Por Ana Arzoumanian
Publicado el 1.8.2018
“¿Pero qué iba a decir yo? Si hablás, después viene la revancha: te aspiran tus fotos también. Por eso no hablo. Tengo la lengua entumecida de ver y no decir. Cuando derraman sus baldes de luz sobre mis ojos dejo las órbitas vacías para hacerles creer que no veo nada de lo que sucede aquí, es la única manera de conservar mis fotos. Y ellos se lo creen. En las bolsas de mis drenajes sólo hay sangre, ni una foto lograron aspirarme, ni una.” Ángela, la protagonista, traspasa la barrera de la propia historia para convertirse en el ser de la biología técnica, de la acción clínica. Su cuerpo aparece cegado, anestesiado, reducido al mínimo movimiento. Sondas, jeringas, tijeras y cables conforman el cuerpo como cruce entre organicidad, subjetividad y alquimia médica. Ortopedia que tiene como fin eliminar la humanidad del cuerpo, suprimir las sustancias y las funciones, conducirlas a la abyección, transformando a Ángela en sobreviviente.
Materia constantemente hallada, marcada y excedida. Cuerpo extraño, excéntrico, fuera de la norma. Carina Maguregui escribe en un campo de acción que altera la normalidad del imaginario corporal, oponiendo a las visiones que establece el sistema social esas otras imágenes escondidas y ocultas, a través de una estética de la perturbación, de la alteración, del disturbio.
La escritura ofrece la belleza trágica del cuerpo inerme, vulnerable, terrorífico en su indefensión. A partir de aquí, descubierto el velo de la violencia, Carina Maguregui avanza hacia los márgenes del sentido, erigiendo el cuerpo textual como zona de resistencia. La expresión del arsenal de la ley científica y su fervor bélico es la marca que inflige al cuerpo narrativo una caligrafía, una escritura policíaca que deconstruye al cuerpo y lo muestra sometido a la disciplina hospitalaria de la clausura. Así el registro poético de la obra oscila entre los decires del informe médico sobre el paciente en una serie de procedimientos de naturaleza penal.
Foucault nos recuerda que en la liturgia de los suplicios se llamaba paciente al supliciado en cuyo cuerpo tenía lugar la aplicación del castigo, y la consecuente obtención de verdad. La función del rito de ejecución consistía en retener la vida en el dolor; entonces los lentos episodios de gritos tenían por fin provocar el espanto colectivo. Institucionalizado el poder de castigar, legali Elaine Scarry realiza un análisis preciso sobre el dolor planteándolo de la siguiente manera: “Para la persona que sufre dolor, éste está tan incontestable e innegociablemente presente que sufrir dolor llega a verse como el ejemplo más vívido que significa tener certidumbre, mientras que para otra persona se trata de algo tan escurridizo que oír hablar de dolor puede llegar a constituir un modelo primario de lo que es tener dudas. Por lo tanto, el dolor se presenta entre nosotros como algo que no se puede compartir, algo que no se puede negar pero que a la vez tampoco se puede probar. Fuera lo que fuere lo que el dolor logra, lo logra en parte a través del hecho de que no se lo puede compartir, y asegura esta cualidad en parte a través de su resistencia al lenguaje… El dolor prolongado no se resiste simplemente al lenguaje, sino que lo destruye.” En los ritos griegos la deposición del cadáver en un lecho abría la ceremonia de la próthesis. Construcción que tenía como objeto apropiarse del cuerpo expuesto. El desastre estaba más allá de lo que entendemos por muerte o abismo, era, en definitiva, el yo desapareciendo sin morir.
Prisionera, encerrada en la cárcel del cuerpo, con la garganta apretada Ángela se pregunta: “¿pero quién le cree a alguien que nadie oye?” Como una trama deshilachada la pregunta va y viene a lo largo de la obra. Una caja sonora donde retumba el habla de los otros, ella es sólo eco, aquella ninfa evanescente de la que no queda más que una voz gimiente que repite las últimas sílabas de las palabras que otros pronuncian.
¿Quién le cree a alguien que nadie oye? El cuerpo es la materia, la zona donde Maguregui desplaza los símbolos, los miedos, y las incongruencias morales del poder. La sexualidad, la enfermedad, la muerte, las funciones orgánicas son llevadas al límite, provocando una lectura que se revuelca, se re- vuelve en la saturación de lo dicho. La catástrofe se desarrolla en un tiempo lento, monótono, ordenado. También para el insecto Gregorio Samsa en su habitación cerrada y sin ventanas las horas y los días pasan hasta que el drama se agazapa como desaparición. Universos sin mundo, sin paisaje; fondos, pantallas. El cuerpo trata de escapar por uno de sus órganos, para ir a ocupar la narración. Y el órgano no es ya un órgano particular, sino el agujero a través del cual el cuerpo entero se escapa.
Carina Maguregui es sensible al control de las condiciones de la vida humana. Ya el clero había desarrollado una tecnología del cuerpo mucho antes que la institución moderna de la medicina; y su anterior novela, Vivir ardiendo y no sentir el mal, desde el eje discursivo de una mística, es testigo de ese proceso que desencarna los cuerpos. Urbi et orbi; por todas partes y en cualquier sitio, una desintegración, una proliferación de lo in- mundo. El cuerpo enfermo es un campo socializado, abierto por instrumentos, tecnologizado, herido. Desde el espacio de la dominación, desde la posición denigrada, no puede hablar, entonces, la violencia habla por la protagonista: “No. Ni una sola gota más. Ahora lo sé. Voy a cerrar mis venas y arterias con toda la fuerza posible. Tengo que ser valiente el tiempo necesario para mantenerlas cerradas herméticamente. Herméticamente cerradas.” “Me duelo ahora sin explicaciones”, escribe César Vallejo en Poemas Humanos. Por duelo, Ángela, quiere cerrarse; querer como la forma activa de tomar una decisión. El vocablo decidir deriva del latín caédere y significa cortar, disponer, decir la última palabra. El sujeto Ángela no sólo está sometida al poder médico técnico sino también a la codificación de un estado injusto. Si el derecho es dar a cada uno lo suyo según una cierta clase de igualdad; no hablamos de compasión, hablamos de derechos.
Carina Maguregui a través de su obra nos conduce al debate necesario sobre la definición de lo humano en el mundo moderno. A re- escribir el derecho que toda persona tiene a una muerte digna. La eutanasia es un acto cultural de asistencia a la muerte voluntaria. Bélgica y Suiza han reconocido la eutanasia condicional. Holanda se convirtió en el 2002 en el primer país del mundo en reconocerla, y en el año 2006 ha autorizado el pedido para los menores de doce años. En Francia, el Ministro de Salud abrió el debate al proyecto de ley. “No vamos a poner en entredicho la prohibición de matar”, dice quien fuera ministro, el francés Philippe Douste- Blazy.
Eutanasia es un sustantivo que no se verbaliza, su definición alude al griego eu- thánatos y significa muerte suave, sin sufrimiento físico. Aquella doctrina que la identificó con el homicidio piadoso confunde la diferencia semántica entre la muerte y el matar. El nombre puede ser sujeto u objeto de una acción; pero no es pasible de ser conjugado, es decir, que no es susceptible a los cambios que expresan los accidentes de tiempo, número, persona y modo, propios del verbo. La autora, la testigo, funda la lengua como lo que resta. “¿Qué queda?” le preguntaban a Hannah Arendt, “queda la lengua materna”, contesta.
El cuerpo- cosa entra en la sociedad en sus estamentos de producción, consumo y explotación; llevado este proceso al extremo provoca el aniquilamiento de cualquier signo de humanidad. Chechenia, Balcanes, Auschwitz o Irak es el mismo teatro de operaciones donde se vive sin esperar, extenuado hasta la quietud. Lo que no se deja acoger, lo que se inscribe sin palabra, ese no relato: la desgarradura del cuerpo ya muerto del que nadie pudiera ser dueño o decir, yo, mi cuerpo. Campos de concentración, campos de aniquilamiento, ahí donde reza el axioma “el trabajo libera”, aparece el rehén.
En el espacio donde la muerte es trivial, burocrática y cotidiana; piensa Giorgio Agamben, “tanto la muerte como el morir, tanto el morir como sus modos, tanto la muerte como la fabricación de cadáveres se hacen indiscernibles”. Llegan otros pacientes, y otros, y otros más. Como reses se los cuelga de camasjaula. Son todas mujeres, hasta que traen a un hombre. Está desnudo y se llama Cabeza, porque desde la visión que tiene Zaño de la sala sólo puede ver su cabeza. Entonces se despliega la metáfora del amor. En una escena final, final por definitiva, final por orgiástica, final más allá de la petite morte orgásmica, final de una muerte enamorada de sí. Ella gime, le pide más; él se toca. Él se toca, se masturba proporcionándose un goce que contradice todo control. O parece que se toca porque el reflexivo no tiene lugar más que como imposible traducción de encontrarla. A ella, a Ángela. Entonces algo sale, se despide, eyacula.
Las luces se apagan. A los espectadores nos queda la turbación del silencio, ese abismo que no logra aspirar ninguna imagen. Todavía nadie se mueve de las butacas, frente al vértigo de lo que no tiene límite nos repetimos las palabras de Chantal Maillard como una oración murmurada en el vacío, “Escribo porque tal vez no hablo. No me sueltes”.
Ficha técnico artística (2007en Buenos Aires)
Autoría: Carina Maguregui
Actúan: Maria Ahuad, Martín Campos, Gustavo Curcho, María Marta Guitart, Erica Manuale, Alcira Reinhold, Sherman Torres, Esteban Vasquez, Lulo
Asistencia de dirección: Rodrigo Ures
Prensa: Daniel Franco, Paula Simkin
Producción ejecutiva: Carina Maguregui, Roxana Randón
Producción: Maria Ahuad, Javier Cainzos, María Marta Guitart, Erica Manuale, Lulo
Dirección: Roxana Randón
Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962. De formación abogada, ha publicado los siguientes libros de poesía: “Labios”, “Debajo de la piedra”, “El ahogadero”, “Cuando todo acabe todo acabará” y “Káukasos”; la novela “La mujer de ellos”; los relatos de “La granada”, “Mía”, “Juana I”; y el ensayo “El depósito humano: una geografía de la desaparición”. Tradujo desde el francés el libro “Sade y la escritura de la orgía”, de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, “Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto”, de Susan Gubar. Fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem para realizar el seminario “Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión”, en Jerusalén, el año 2008. Rodó en Armenia y en Argentina el documental “A”, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República trasandina, un largometraje en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en la dictadura militar vivida al otro lado de la Cordillera, y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010). Es miembra de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela “Mar negro”, por el sello Ceibo Ediciones.
Crédito de las fotografías utilizadas: Diego Paticucci