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«Una nota desde el futuro»: El Covid-19 fue el inicio del final

Marzo de 2020 en Chile, el estallido social que comenzó en octubre del año anterior, fue desplazado por el coronavirus y del toque de queda se pasó al voluntario encierro. A poco andar dictaron el estado de emergencia y los militares tomaron el control de las calles, cerraron los comercios, solo abrían supermercados y farmacias.

Por Rodrigo Barra Villalón

Publicado el 24.3.2020

En demasiadas ocasiones dimos prioridad al WhatsApp y redes sociales; inclusive en presencia de más gente, de la familia, estando en cama con quien escogimos para acompañarnos en el viaje. Una realidad virtual nos consumió más tiempo que la verdadera, aislándonos. Muchas relaciones funcionaron mejor a través de redes sociales y cuando las personas se encontraban cara a cara no tenían de qué hablar. Tras el anonimato de lo virtual se abrió paso a la fantasía de crear personajes idealizados pero insostenibles en la realidad concreta.

¿Cuántos creyeron enamorarse en aplicaciones de citas on-line y al conocerse la atracción desapareció? Ese feeling, la conexión química que solo se daba por sí misma entre humanos fue la que sentenciamos al olvido. Vivimos un mundo tecnológico en donde todo estaba a un click de distancia, donde era más cercana la antípoda que la persona de al lado. El like que dábamos en Instagram o Facebook a alguien que prácticamente no conocíamos se nos hizo más común que llamar a un amigo para preguntarle cómo estaba o decirle te quiero a quien teníamos cerca. No niego que la tecnología es un aporte. Sí, siempre que se la sepa usar; el problema es que llegó a destiempo, lo hizo mucho antes de que maduráramos como sociedad, que la educación y el criterio transformándose en una herramienta de deshumanización.

Marzo de 2020 en Chile, el estallido social que comenzó en octubre, fue desplazado por el coronavirus y del toque de queda se pasó al voluntario encierro. A poco andar dictaron el estado de emergencia y los militares tomaron el control de las calles, cerraron los comercios; solo abrían supermercados y farmacias. Pero el efecto de la pandemia no implicaba más que sincerar el tipo de relaciones que habíamos establecido, y lo que realmente nos afectó de la cuarentena fue tomar conciencia que la restricción era forzosa.

Luego vinieron la escasez de alimentos, la contaminación del agua. Las personas se armaron para defender su espacio. Toser encima de alguien era tanto o más peligroso que una bala. Solo era cuestión de tiempo y esperar el desenlace. Recién ahí valoramos lo perdido y no haberlo considerado mientras estuvo presente. Cientos de mensajes corrieron por la forzada pausa, primero memes, riéndose.

Después se dejó de lado la tontera abriendo paso a inspirados recados que invitaban a reflexionar sobre la importancia de lo presencial, del contacto físico, de recuperar el cara a cara perdido y aprender a mirarse nuevamente a los ojos, a empatizar una sonrisa, una lágrima o abrazo. En cuanto todo pase crearemos un mundo nuevo —decíamos—. Ojalá retomemos el encuentro y los emoticones no hayan alcanzado a robarnos la expresión de las emociones comprendiendo que nadie se salva solo; que las fronteras no existen; que la salud es un derecho universal y la economía sí puede esperar; que la vida es frágil y protegerla es un deber colectivo.

Pero fue tarde. Y aquí estoy, encerrado, siendo testigo del explosivo contagio que cobra víctimas fatales por el mundo. Ya no existen fronteras ni gente a quién gobernar. A los pocos que resistimos se nos ha llamado a cumplir la incomunicación en nuestros refugios. Cada uno velará por sí mismo con tal de evitar su muerte: tal como fue en los siglos veintiuno y veinte. Es un tiempo para irse adentro y replantearse cosas, cada quién a su manera.

Qué fue de esa necesidad compulsiva de trabajar y creerse indispensable; de los afectos; del querer tener más y más cosas para no poder disfrutarlas… pero bueno, los dejo, ya es tarde y está oscuro en la caverna, tampoco me queda tinta en el lápiz para seguir escribiendo a la luz de esta última vela. Será interesante ver cómo reaccionará mi cuerpo a la falta de alimento, qué pasará con la mente ¿Imaginará un mundo perfecto? El postrero hombre, solo y aferrándose a la vida por fin sabrá qué se siente al morir y ni siquiera podrá escribirlo… mientras los delfines seguirán nadando libres por Venecia.

 

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Rodrigo Barra Villalón nació en Magallanes en 1965. Profesional de la Universidad de Chile en el área de la Salud, ejerció durante algunos años para luego dedicarse a la actividad empresarial en un ámbito del que recién se comenzaba a hablar: Internet. La literatura siempre fue una pasión, pero se mantuvo inactiva por razones de fuerza mayor.

Hasta que en 2018, alejado ya de temas comerciales, tomó la decisión de convertirla en un imperativo. En ese año sometió su escritura al escrutinio de diversos editores, talleres y cursos; publicando su primer libro de cuentos-crónicas políticas del período de la dictadura (1973-1991) Algo habrán hecho en diciembre de ese año (Zuramerica, 2018) el cual obtuvo una positiva reacción por parte de la crítica especializada y el público lector. Luego vendría Fabulario (Zuramerica, 2019) una colección de treinta y siete narraciones de ficción alegóricas. Y se encuentra trabajando en su primera novela Un delicioso jardín. Es socio activo de Letras de Chile.

 

Rodrigo Barra Villalón

 

 

Crédito de la imagen destacada: As.com

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