“Utoya: 22 de julio”: La realidad “fuera de campo”

El 22 de julio de 2011 el ciudadano noruego militante de la ultraderecha Anders Breivik protagonizó dos eventos terroristas masivos, los cuales dejaron un saldo de 77 personas asesinadas. Este largometraje de ficción debido al realizador nórdico Erik Poppe explora las variantes audiovisuales y dramáticas emanadas de esos impactantes hechos de sangre.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 20.11.2019

Decía don Miguel de Unamuno que el dolor se da cuando el alma toca el cuerpo. Bajo esta premisa -más poética que filosófica y quizás por eso, más verdadera-, podríamos imaginar al miedo en sus distintas gradaciones -desde la inquietud hasta el terror- como una migración del alma desde su distancia habitual hacia el interior del cuerpo. No del cuerpo físico, pero sí del metafísico: aquel cuerpo que quiere seguir vivo, seguir sano, que no quiere envejecer o morir como secuela del tiempo que lo atraviesa.

Hay edades para el miedo: los más veteranos ven surgir la muerte tras cada dolor de rodillas o tras la progresiva pérdida de la vista o la memoria. Pero los jóvenes son naturalmente más valientes, porque ya tienen la conciencia del adulto pero también la fragancia inocente de la niñez. Y esa combinación de tanta belleza como, muchas veces, de dolor y confusión existenciales, vuelve al joven particularmente frágil. Valentía y fragilidad son una combinación que da resultados que valen para el resto de la vida. Es una edad, la de la juventud, en la que el silencio del espíritu está aprendiendo a hablar y en esas palabras yace toda la verdad que la mente de la persona naciente necesita para creer, confiar y amar. Y es por eso que en la juventud arrancan su loca carrera -su sprint final- el amor erótico, la sexualidad, la inteligencia, la búsqueda orgánica del conocer -y no la epistemofilia descontrolada del niño- y es el momento, en definitiva, de mayor riqueza para el individuo. Y sabemos, al mismo tiempo, que en todo sistema, vivo o no, la mayor riqueza está siempre acompañada de fragilidad. Toda la fortaleza de, por ejemplo, un brazo y su mano, está en sus largos huesos, duros como piedras y resistentes… pero donde la gracia de un brazo y su mano -su belleza, su riqueza- asoma, es allí donde todo es más frágil: en sus articulaciones. No hay alternativas, debemos elegir: o riqueza y fragilidad o fortaleza y pobreza.

Y lo interesante de este principio es que, al asimilarse a todo sistema, afecta tanto a individuos como a sociedades y hasta civilizaciones completas. El rigor estructural es siempre “rigor mortis”: el individuo termina muriendo mental y espiritualmente cuando rigidiza sus estructuras mentales. Su pensamiento comienza a parecerse a la marcha de un monigote de carnaval y a eso se parecía Hitler y su régimen o los diferentes premieres del régimen soviético: a monigotes nacidos viejos. Pero lo peor que tienen estos sistemas es que, al ser después de todo y por un tiempo variable, sistemas, están encadenados con la realidad del sistema social en la que crecen. De este modo, si un sistema se niega a la posibilidad del crecimiento y del cambio comienza a “bombear entropía” hacia su contexto. Esta expresión tomada de la ecología sólo significa que el sistema que vive muerto en un esquema rígido de ideas -una ideología, por ejemplo- contamina todo a su alrededor. “Bombear entropía” no es más que escupir el veneno de su propia podredumbre hacia todo aquel que tiene contacto con su aparato ideológico rígido y perpetuamente a punto de morir. Por supuesto que la pobreza mental tiene una ventaja que muy bien podría ir entrecomillada, que es la ventaja de la simplificación. El tosco divide, fracciona y elige con base en sus divisiones, las cuales son, por supuesto, absolutamente ficticias… “imaginarias” en el sentido de J. Lacan, esto es: falsas pero altamente prácticas.

El inconveniente de esta ventaja -y por eso lo de las eventuales comillas- es, justamente, su practicidad. Con un mundo dividido según la simetría bilateral humana -que es lo que suele influenciar al pensamiento- todo es más fácil de entender. La complejidad de lo humano que es literalmente infinita, queda reducida a sólo un par de cosas por el abuso de la metáfora anatómica. La simetría de nuestro cuerpo está regida por un gen (el gen “Nodal”) que es el mismo gen que controla el enroscamiento en moluscos y asimetrías en otros animales, es también el causante de todas las asimetrías de nuestros órganos internos, pero también de que el tabique nasal siempre esté más o menos torcido hacia un lado u otro de la línea media de la nariz; que nuestros ojos no estén a la misma altura ni nuestras orejas en la misma posición; que los testículos cuelguen a diferente altura o que los pechos en la mujer tampoco sean simétricos. De modo que la asimetría reina aún allí donde nos parece ver lo especular. Pero para el paralítico mental, la metáfora anatómica le sirve a la perfección: sólo es cuestión de elegir uno de los lados, el izquierdo o el derecho. En principio, para la psicología, la izquierda política es la identificación negativa con la figura paterna y la derecha es la identificación positiva. Con el agregado paradójico del imperio del Estado paternalista en la mentalidad de izquierda y la negación del Estado paternalista en la mentalidad de derecha.

Pero la cuestión de fondo no es tanto este principio estético de elegir la izquierda o la derecha en cuestiones políticas -que tiene más que ver con el ámbito familiar y todo afectado, a su vez, por el contexto cultural-, sino que lo verdaderamente importante es el grado de esta filiación. La intensidad de esta afinidad por la idea absurda de izquierda o derecha a un pensamiento único, en cuestiones políticas, se relaciona con la progresiva simplificación mental y el acostumbramiento adictivo a esa simplicidad. Y tal adicción puede llegar a arrastrar a personas débiles -no frágiles- a extremos de peligroso rigor conductual. Así nacen las “extremas” izquierdas y derechas, las “ultras” que se reencuentran en el polo en común de la violencia: encuentro absurdo pero inevitable. En este contexto, la violencia es siempre la respuesta más simple a una realidad intolerable para el adicto a la simplicidad cognitiva. Y este principio de simplificación extremista que es la violencia del tipo “o tú o yo”, es el tema central que dinamiza al filme noruego Utoya: 22 de julio (Utøya 22. juli, 2018) del director Erik Poppe, basado en el doble atentado del 2011 que ocurriera casi en simultáneo en la ciudad de Oslo y en la pequeña isla de Utoya, en el lago de Tyrifjorden.

 

La actriz Andrea Berntzen en «Utoya»

 

«Utoya»: plano secuencia, disparos y un mosquito

Es una película sencilla, fuerte, inteligente, original, directa, abarcativa… y dividida en dos partes: la primera, breve, de apenas dos minutos, muestra imágenes de cámaras de seguridad del atentado inicial con una explosión de un coche bomba en el distrito gubernamental de esa ciudad. Tras un breve corte entramos a un largo plano secuencia que dura los 72 minutos durante los cuales efectivamente transcurrió el tiroteo.

El laborismo noruego había organizado un gran encuentro de cientos de jóvenes partidarios en ese islote y el empresario de 32 años, autoproclamado “cristiano y conservador”, ultraderechista, Anders Behring Breivik, decidió aunar ambos atentados -en Oslo y en Utoya- para mandar a los noruegos, a Europa y al mundo un mensaje directo contra la sociedad multicultural. Sociedad a la que se viene orientando y ajustando Europa desde hace años, y que la moderación laborista quiere administrar del modo más armónico posible. Pero la ultraderecha -y eso se denuncia en el final de la película- ha mostrado ser no sólo intolerante en general con los no europeos sino también, y especialmente, islamofóbica. Y de hecho, tras la explosión en Oslo enseguida se acusó a Al Qaeda del atentado, pero pronto se cayó en la cuenta de que había sido este rubio noruego quien, disfrazado de policía, había reunido a los jóvenes y empezó a dispararles. Así estuvo los 72 minutos: tirando con una escopeta y una pistola a mansalva, matando directa o indirectamente a 77 jóvenes, ya que muchos de ellos, intentado huir, se ahogaron en las aguas del lago.

Es de destacar que todos los intérpretes eran debutantes, que la filmación duró cinco días, a lo largo de los cuales se filmaron sendas versiones. Que de las cinco películas obtenidas, Poppe eligió la de la cuarta jornada. Y como se dijo, el grueso de la cinta es un plano secuencia (un “one take film”) que imita la técnica del Found Footage, muy usado en películas de terror -como en la muy recordada The Blair Witch Project de 1999-, pero no quiere acercarse al perfil de un seudo-documental a partir de una supuesta “filmación encontrada”. La cámara, por el contrario, tendría un rol enteramente diferente, fundamental e innovador… no sería exagerado decir que se trata de una película de cámara, camarógrafo y asistente de cámara.

En efecto: el encargado de la fotografía, Martin Otterbeck y su ayudante realizaron la hazaña (¡y cinco veces!) de seguir las evoluciones en el terreno de Kaja (Andrea Berntzen), sin tropezar con ningún tronco caído, resbalando por una barranca, chapoteando en el agua, tirándose al suelo cuando los actores lo hacían y embarrándose con el barro que embadurnaba ropa y cuerpos de los protagonistas. Todo esto sabiendo que el más mínimo error de coordinación en un momento, implicaría desechar todo el resto del material filmado. Incluso, en un momento, un mosquito es “capturado” por Otterbeck queriendo chupar la sangre de Kaja. Se especuló acerca de un truco de animación computada pero fue sólo complicidad entre la actriz y el camarógrafo (de hecho, el director quería un insecto y en una de las versiones anteriores había aparecido una avispa, pero como la versión no lo conformó, la avispa no actuó. Pero sí el mosquito…). Como sea, el efecto logrado en general es ambiguo en lo técnico pero realmente estremecedor en su resultado final.

 

Todo fuera de campo

Lo primero que vemos son los árboles de un bosque y algunas personas que se cruzan. Se escuchan voces tratando de entender lo que había pasado en Oslo… hasta que se instala frente a la cámara Kaja quien “rompe” la cuarta pared por unos segundos, mirando al espectador y diciéndonos: “Cálmate… sólo escucha… ¿Ok?”. Inmediatamente sabemos que Kaja está hablando por teléfono con su madre. La cámara comienza a seguirla. Todos debaten acerca de lo ocurrido con la explosión en la ciudad. Un joven de origen islámico teme por “el infierno” que se desataría en su vida si los extremistas musulmanes se adjudican el atentado. Magnus (el actor Aleksander Holmen) lanza el primer juicio instalado en la sociedad: “Fue Afganistán”, y aunque pretenden desarticular este juicio con otros argumentos, se escucha en boca de Petter (el actor Brede Fristad) un lacónico: “Kaja… estamos en guerra…” La mentalidad de la guerra, de la dualidad amigo-enemigo, forma ya parte del discurso político instalado en la sociedad y vemos cómo emerge ya preformado, espontáneamente, en las nuevas generaciones de una sociedad como la noruega, que no tiene siquiera la excusa del hambre. Forma parte de una visión del Mundo. Es una cosmovisión que define toda la realidad, incluyendo la de los otros (y en eso reside su violencia). Este breve diálogo encierra el núcleo de fermentación del fundamentalismo “cristiano y conservador” del asesino que, siempre fuera de campo, ya ha comenzado su matanza.

Los disparos, los gritos, las corridas. Kaja se asusta y la cámara se asusta y corren y se refugian y vuelven a salir y se guarecen tras un árbol. Y más disparos, y corridas fantasmales. Y el miedo de no ver ni el quién ni el porqué. El tirador es apenas adivinado un par de veces entre los árboles y arbustos del bosque. Un grito. Más disparos. Algunos suenan cerca, otros parecen alejarse. La “verdadera acción” ocurre todo el tiempo fuera de campo y eso es lo que atenaza la tensión del espectador. Recuerda, en este sentido, al hábil manejo del “fuera de campo” -total o parcial- de la película (en “Found Footage”) del monstruo de la cinta Cloverfield del 2008. No hay motivos entre las víctimas. Sólo el sonido de la muerte: el rugir del monstruo o el disparo y su eco entre gritos y árboles… Sólo el horror que siembra un maniático homicida que, según la máxima pena que prevé la ley noruega para delitos de lesa humanidad, para el 2032 ya podría quedar en libertad.

En los diálogos se descubre parte de este reclamo social que ha surgido en el país tras este incidente, incluyendo la escasa o nula preparación de la policía que tardó casi 50 minutos en empezar a asistir a las víctimas de Utoya y la debilidad de las penas a aplicar. Breivik fue un claro ejemplo de un económicamente exitoso “cristiano” que cayó en todas las trampas de la simplificación ideológica que siempre parece quedar fuera de campo. Durante su juicio llegó a afirma “que lo haría de nuevo”… pero no es sólo un enfermo mental. No es sólo un grito “fuera de campo”… Es el emergente de una estupidez social que crece en Europa y en el mundo y que toma diferentes aspectos patológicos según el aparato de intereses que animen al conjunto… porque ese “Kaja… estamos en guerra…” de Petter no es otra cosa que el reconocimiento de un gran negocio que dinamiza ejércitos de empresas privadas y tráfico legal e ilegal de armas y que tiene siempre a sus idiotas útiles disponibles para que el negocio de la guerra permanente no decaiga nunca.

 

Un fotograma del largometraje «Utoya»

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: La actriz Andrea Berntzen en Utoya: 22 de julio, del realizador noruego Erik Poppe.