La novela del joven escritor limeño Julio Meza Díaz es un relato desafiante y bello que instala la mofa del canon narrativo hacia sí mismo y la supremacía de los cuerpos corrompidos y en trayectorias existenciales absurdas, como el centro mismo de su argumento y de su novedad creativa.
Por Daniel Rojas Pachas
Publicado el 1.10.2020
Una legión de moscas romanas tiran del carro latinoamericano
Elegí el título para esta primera anotación por varias razones. Las moscas son una presencia constante en la novela de Julio. El alto nivel de humor escatológico y absurdo hacen de estas criaturas un actor y a la vez elemento metafórico central.
No sólo se oponen al protagonista como pequeños dispositivos asesinos que lo cazan disparando rayos láser a mansalva, también tienen cierta preponderancia en la manera en que funciona la paranoia del protagonista y la degradación de su mente que inicia erráticos conteos en reversa, para conseguir serenidad, mientras todo a su alrededor se vuelve un cúmulo de manchas negras.
Es como si el cerebro del buen Vargas fuese una pila de excremento con miles de estos insectos voladores acosando a una plasta ubicada en medio del desierto, la cual termina por desmoronarse.
Las moscas protagonizan una serie de gags o cortinas en que dialogan, se sumen en romances de culebrón de televisa o sirven de cierre a una de las escenas que personalmente me forzó a reelaborar mi imaginario en torno a las caricaturas de Tex Avery y los musicales de las antiguas cintas animadas de Disney.
Todo el bosque encantado de Cenicienta, de pronto es gaseado con algún tipo de producto ACME y comienzan a destriparse, árboles, pájaros y ardillas para culminar la masacre con una gran explosión nuclear.
La frenética carnicería queda atrás al compás de unas moscas ataviadas a lo Benhur, gritando yupi. Puedo imaginarlas arrastrando un cartel que dice, eso es todo amigos.
Escenas como estas abundan en el libro y son una especie de intermedio a la trama central, las desventuras del protagonista escapando de su mujer y auspiciadores. Una lectura podría entender estos momentos como parte de los delirios de Vargas Yosa, un producto de su febril y cotizada imaginación y sentimiento de superioridad.
Sin embargo, creo que son más bien un elemento metatextual, similar a los comerciales que utiliza Paul Verhoeven en Robocop, Total Recall y Starship Troopers. Un marco que expone el sensacionalismo, la brutalidad y el simulacro detrás de los estereotipos de éxito y belleza.
Scott McCloud en su magnífico libro sobre el lenguaje del cómic, Understanding comics, una guía semiótica sobre los íconos y las representaciones del noveno arte, se pregunta: ¿cómo es que nuestra cultura está tan sometida a la realidad simplificada de la caricatura?
La respuesta es que estamos ante una amplificación por medio de la simplificación. La abstracción caricaturesca no suprime detalles, sino que resalta y amplifica ciertos significados que el autor quiere sublimar y los universaliza. En este caso, Vargas Yosa y toda su corte de elementos circundantes, humanos y seres antropomorfos, incluidas las moscas romanas por supuesto, son una alegoría degradada de nuestro arribismo.
Detrás del tornasol y edulcoramiento importado que abrazamos como gran mercado de pulgas latinoamericano, que toma de aquí y de allá para sentirse rayano al primer mundo, se esconde el horror. La violencia implosiva emerge tras las máscaras y fachadas de cartón construidas por las marcas y tendencias, fotos con filtros y gentita nice, lo trendy y los hashtags mejor rankeados.
El libro es un summum de lo alienados que llegamos a ser y cómo reputamos ciertos ídolos y levantamos una endeble normalidad que no es más que un vertedero de soportes emocionales. Hago el ejercicio de ver al mismo grupo de moscas vitoreando yupi sobre su carroza romana, mientras corren bajo una escena que muestra una cola inmensa de cientos de personas agotando una edición del último libro de Jaime Bayly en una feria del libro de provincia, obligando a los organizadores y guardias del recinto a tener abierto el lugar hasta las dos de la madrugada, mientras el animador de televisión devenido en novelista y supuesto niño terrible firma a destajo con impostada sonrisa, sus inflados libros de Alfaguara que terminarán en algún olvidado rincón de una apócrifa vivienda.
Del mismo modo imagino a un tropel de miles de sujetos corriendo por los supermercados del mundo, los primeros días de amenaza de pandemia, arrasando con los packs de papel higiénico de los anaqueles, corte de escena, transición con un círculo que se achica, un sonido de resorte y una melodía con fanfarrias, antes de irse a negro la pantalla, asoma una mosca con gálea y como en la escena de los Gremlings de Joe Dante, tararea el HI-HO de los enanos de Blancanieves y ríe con demencia de nuestra estupidez.
Un país/continente con síndrome de Estocolmo
La literatura y la televisión en Latinoamérica se ha esforzado en construir unos imaginarios reduccionistas en torno a la pobreza, la clase obrera y los estereotipos que han enmarcado como servidumbre. Sin ir muy lejos, las categorías que saltan de inmediato a la vista son la vecina chismosa del barrio/vecindad que funge el rol de soporte cómico, el leal mayordomo o empleado de la casa, el pícaro con un florido lenguaje lleno de clichés de barrio y el protagonista que pese a toda adversidad logra sobreponerse a su contexto de miseria.
Estos múltiples romanticismos son derribados en la novela. Cualquier personaje que pudiese entrar en esa categoría es retratado como una herramienta al servicio del placer de Vargas Yosa. Existe una conexión inseparable entre los favores sexuales y el cuidado que debe garantizarse al gurú multimedia. Sea formando parte de una orgía o con la selección de su ropa, el cuidado de su agenda o la felatio de turno, todo aquel que se encuentra subyugado al protagonista, no cumple su labor sólo porque así se encuentre estipulado o esté sometido en calidad de esclavo.
Como diría el maestro en sus cartas a un joven novelista, se trata más bien de: «una servidumbre que hace de sus víctimas unos esclavos». Un ejemplo de esto es Blinky que dice amar a Vargas Yosa como nadie, pues desde que este era un infante lo llevó sobre su regazo. La silla de ruedas con inteligencia artificial se deleitó con todos sus pedos.
Algo similar ocurre con el mayordomo n°1 que sin vacilar se entrega a propinar placer a su amo, aun cuando este no se lo pida. Podría pensarse en este comportamiento como una especie de síndrome de Estocolmo, pues la voluntad de los personajes mencionados parece estar secuestrada por Vargas Yosa, quien abusa verbal y físicamente de ellos.
Una vez que tiene extremidades los patea e insulta, pero ellos a rastras lo siguen e imploran la atención de su captor. Quizá esta lectura pueda ser una exageración, pero siento que la relación del protagonista con estos personajes, de algún modo refleja la relación que los países establecen con sus caudillos culturales y las figuras que se establecen como epígonos de su imagen patrimonial ante el mundo.
Pienso en el acto en miles de incipientes novelistas del Perú, quizá más a fines del siglo pasado que ahora, puede que me equivoque, el asunto es que Vargas Llosa y su trayectoria se erige como un modelo idílico para ingresar al mundo cultural, siendo la literatura un mecanismo de ascenso social.
Al respecto, resulta paradójico que la adaptación al cine de la novela Tinta roja, dirigida por el peruano Pancho Lombardi cambie el apelativo del personaje protagonista, que en el texto original aludía a Hemingway, terminando convertido en un chichero Varguitas. Esto no sólo porque la historia del chileno Fuguet (un escritor que por cierto no sale de los moldes que estoy refiriendo) se adapta a Lima, sino porque la alusión al autor de La ciudad y los perros tiene más asidero como parte de un cliché nacional.
De seguro todavía puede uno toparse en las aulas universitarias, bares de Quilca y en los círculos de jóvenes escritores, aspirantes a seguir esos moldes de galleta a lo Beto Ortiz, Bayly y claro, el epítome de esa aurea figura de intelectual y hombre de éxito, Vargas Llosa.
Por eso esta idea de un país/continente secuestrado por el respeto inveterado a ese tipo de imágenes y paradigmas de soberanía. Esto hace de aquellos atados a esas viejas estatuas y figurines, un potencial Blinky que ama a su esclavista y le rinde pleitesía esperando como en la escena final de la novela, ser usado y penetrado por la poderosa luz que emana del más grande soñador.
Palabras de cierre
Creo que Julio Meza consigue ir más allá del escarnio o sátira del premio Nobel peruano. Una impresión superficial que podría barajarse por el título y portada de la obra, rápidamente queda atrás cuando nos sumergimos en un texto que explora una gama de sátiras sociales más profundas que las que atienden a un sujeto y sus poco afortunados comentarios sobre la política de su país, su amistad con reyes y decimonónicas sentencias sobre lo que debe ser la literatura y el arte.
No quiero decir que dicha lectura no sea posible, y tampoco que esté fuera de juego, sin embargo, siento que el protagonista escritor, influencer y coach espiritual, más allá del alcance de nombre y potestad en el mercado cultural de su tiempo, se erige como una mordaz parodia de Nick Vujicic y ese tipo de escritores estilo Coelho, el cual debe enfrentar una experiencia Kafkiana que termina convertida en un episodio de Ren y Stimpy pasado por mucho ácido o sin ir muy lejos, algo que habría salido de la mente de Steve Cutts.
Conociendo el humor de Julio, sus lecturas y educación sentimental así como su obra previa en narrativa, poesía y cómic El amor sabe a Sábila, me atrevo a señalar que en Vargas Yosa exacerba elementos que le son familiares, sin sacrificar su enorme consciencia social y mirada crítica de la realidad.
Como pares generacionales, sometidos a esperpentos políticos y sociales como Alan García, el Fujimorismo, la cultura chicha del diario Ojo y Laura en América, el talento de Julio tiene la materia prima para construir un cóctel molotov directo a la fachada de cartón que con desparpajo llamamos normalidad.
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Daniel Rojas Pachas (Lima, Perú, 1983). Escritor y editor chileno-peruano, dirige el sello editorial Cinosargo. Ha publicado los poemarios Gramma, Carne, Soma, Cristo barroco y Allá fuera está ese lugar que le dio forma a mi habla, y las novelas Random, Video killed the radio star y Rancor. Sus textos están incluidos en varias antologías –textuales y virtuales– de poesía, ensayo y narrativa chilena y latinoamericana. Más información en su weblog.
Imagen destacada: Ediciones Periféricas.