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[Ensayo] «Vertigo»: Caer entre besos

Una de las grandes obras en la historia del cine, y la cual condensa a la perfección los tres elementos creativos que lo componen —guión, tiempo narrativo y plasticidad audiovisual— es la creación fílmica del realizador inglés rodada en 1958 y protagonizada por la fascinante Kim Novak y James Stewart.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 28.4.2020

«Es el beso un nuevo universo, oscuro y silencioso, nacido entre dos mariposas de tibia piel».

Recordemos un tanto al legendario filósofo rumano (en rigor, transilvanés) Emil Cioran, quien era un pesimista a ultranza, en filosofía, tanto el pesimista como el nihilista suelen tener siempre cierto encanto infantil.

Recordemos a Lenin quien sostenía que si uno quería ser el centro de atención en una reunión debía decir, simplemente, que alguna cosa que pudiéramos ver todos con claridad no existía, logrando, por lo menos, la atención de las damas… ya que la mujeres siempre tienden a proteger a los que muestran cierta fragilidad infantil.

En el caso del pesimismo de Cioran, afirmaba que el saber humano nos hizo perder una suerte de inocencia animal que nos introdujo en el vasto dominio del destino, perdiéndonos para siempre la dulzura del Paraíso. En el Paraíso no hay destino y no es sino mediante la negación de nuestros actos y aceptar la repugnancia hacia nosotros mismos como podemos reivindicarnos de aquella vida perdida en la que no había conciencia de la muerte… en la que no había tiempo. Y a eso lo llamó nuestra caída en el tiempo.

No toda caída es necesariamente gravitacional. Por empezar, nadie siente a la fuerza de la gravedad como una fuerza que nos hale o empuje, sino que se trata más bien de una condición de existencia por la cual estamos atados a la superficie del planeta. De modo que no es difícil asociar la caída, ya que nos acompaña desde que aparecimos como especie, a varios aspectos de nuestra vida.

Por ejemplo, caemos en la cuenta que caemos en el lazo y en la trampa del amor, para arrojarnos los unos sobre los otros en caída libre sobre la cama… allí donde nueve meses después, un nuevo ser humano caerá por la cadera (del latín “cadere”: caer) al mundo de los vivos para —tras cierta cantidad de años— volverse cadáver, o sea: aquél que ha caído.

La caída, entonces, es casi un sinónimo de conciencia de muerte. Una metáfora de la muerte. Pensemos en esta situación: un ladrón escapa por las terrazas de unos edificios. Lo persiguen un policía y un detective. El ladrón salta de un techo a otro inclinado, resbala pero logra asirse.

Lo mismo consigue el policía, pero cuando lo intenta el detective, éste termina resbalando y queda colgando asido a un desagüe. El policía intenta ayudarlo, pero al fin éste cae. El detective lo ve caer hasta llegar al suelo y matarse del golpe, ¿qué puede surgir de esta circunstancia sino un trauma psicológico? Y así comienza Vertigo (1958) de Alfred Hitchcock. Una plena obra maestra del cine.

Aunque no tuvo mucho éxito en su presentación inicial (Hitchcock se lo achacó a James Stewart —cosa, a mi ver, totalmente injusta—, y con quien no volvió a trabajar nunca más). Pero con el paso de los años —y como pasa con una verdadera obra de arte— fue creciendo, convirtiéndose en un ícono del gran cine de todos las épocas.

Manejo de tiempos, de tensiones, de efectos especiales. Muestra de control absoluto sobre el material —guionístico, temporal y plástico— que se trabaja. Suspenso en forma de intriga. Todos los ingredientes.

Ya dijimos que es del 58, y resulta —para los que nos gusta el cine sin mayores etiquetas— un verdadero relax el volver a aquellas películas de los 50 con sus legendarios actores. Allí está la bellísima Kim Novak (en el papel de Madeleine) que le causó no pocos dolores de cabeza a la producción.

Si bien cumplía con su condición de ser «una rubia de Hitchcock», fue su última opción —había pedido por Audrey Hepburn quien no aceptó y luego Vera Miles, pero estaba embarazada—, aunque nadie duda que en ninguna de sus cintas la Novak había salido tan bella.

Y también ahí estaba James «Jimmie» Stewart con sus ojos tiernos —o fríos— y claros y su británico esqueleto de 1,91 metros. Pero en más de un sentido, Vertigo se adelanta a todas las épocas del cine. Nació de la desilusión de Hitchcock por no haber podido adaptar la novela que terminaría en las manos de Henri-Georges Clouzot y la película Las diabólicas (Les diaboliques de 1954).

Cuando los escritores Pierre Boileau y Thomas Narcejac se enteraron del interés del británico, enseguida escribieron ‘D’Entre les morts (De entre los muertos) y Hitchcock tomó la novela sin dudarlo.

A cuestas con su acrofobia —su miedo a las alturas—, el detective John Scottie Ferguson abandona la policía y se encuentra sin trabajo, pero no apremiado económicamente. No obstante, acepta un trabajo como detective privado por parte de un viejo amigo que deberá seguir a su esposa Madeleine que se comporta extrañamente, como poseída por el espíritu de una lejana antepasada española, Carlota Valdés, que se había suicidado.

Su primer encuentro es en un restaurante. La mano de Hitchcock aparece con todo su esplendor: ambientado todo en rojo, Madeleine lleva un chal de un verde intenso. Mientras se retira del local y por un momento quedamos todos (Fergusson, Hitchcock y nosotros), completamente fascinados por ella y su rostro de exacto perfil. Lo que sigue es un entramado de thriller psicológico, muy del gusto de su director, pero que pocas veces ha estado tan impecable.

El giro que Hitchcock introduce en el guión —distanciándose de la novela— fue clavar una sorpresa, mediante un recurso que nos adelanta su Psicosis (Psycho de 1960): matar a la protagonista «antes del tiempo» —apenas pasada la primera mitad de la película— y dar paso a Judy (también Kim Novak), quien se encargará de desatar los fantasmas personales de «Scottie».

Con todo, en el libro no se descubre hasta el final que Madeleine y Judy son la misma persona, y que todo ha sido una treta para engañar al detective y así tener un testigo del aparente suicidio de la mujer. Hitchcock dudó mucho de ese cambio ya que su teoría del suspenso era que el espectador supiera algo que el personaje ignoraba.

Sin embargo, este recurso fue un toque maestro (debió ser, en parte, convencido por los productores para hacerlo) que estableció una nueva dimensión del suspenso. Pero el cine no es sólo guion —a pesar de las afirmaciones del director—, también hay plástica.

Fue así que Hitchcock le confió al diseñador gráfico Saul Bass la introducción de los créditos y la escena del sueño, con dibujos animados incluidos que trastornan por unos instantes la normalidad de nuestra percepción (es un sueño: es otro mundo).

Y aunque no está explícitamente acreditado, se considera al segundo operador de cámara de Vertigo, Irmin Roberts, como el inventor del efecto de retro-zoom o travelling compensado (también llamado “zoom vértigo”) que se usa para transmitir la sensación de vahído al espectador.

Tal truco de cámara —alejar o acercar la cámara en travelling mientras se hace un zoom— empezó a usarse en multitud de producciones, pero ganó total popularidad en aquel minuto 16 de Tiburón de Steven Spielberg (1975) que seguramente todos recordamos.

Fue siempre de destacar el cuidado extremo puesto por Hitchcock en todas las tomas: la breve —y casi elemental— escena de Madeleine sentada frente al cuadro en el Museo, llevó una semana de trabajo hasta conseguir el efecto y la estética deseadas.

Otra escena cumbre en la historia del cine es aquel beso en una habitación donde la cámara rota alrededor de la pareja y va descubriendo un recuerdo en un establo para volver a la habitación.

Recordamos asimismo el uso de una gasa ante la lente para la aparición de Judy «transformada» en Madeleine: aparece ella de entre los muertos, bellísima en su traje gris, avanzando de frente como un fantasma y a su vez como un amenazante demonio que traería sobre ‘Scottie’ la consumación de sus miedos y traumas.

 

«Vertigo» (1958)

 

¿Por qué el vértigo de Vertigo?

Hitchcock se abandonó a sus placeres secretos: las tensiones mentales irresueltas, el voyeurismo y las bellas mujeres rubias. En Vertigo se entrelazan asimismo el trauma, el deseo y la incidencia inconsciente que el pasado tiene sobre el presente.

Porque el pasado, en esta cinta, mantiene viva la ilusión de la libertad de lo que ya pasó (dice el librero de la cinta que el varón en «aquella época, tenía el poder y la libertad») pero, al mismo tiempo, transforma al héroe en un obseso y a la femme fatale en una víctima de su obsesión.

Resulta flaco —injusto— reducir la película al crimen y a su encubrimiento: apenas nos adentramos en su sustancia comenzamos a nutrirnos de fantasmas en habitaciones de hotel, engaños, miserias y una historia de amor que habrá de desmoronarse por estar asentada en el barro de una mentira. Cómo el fatalismo —el destino— alcanza a aquellos que han caído en el tiempo, en pasados propios y ajenos… sólo el tiempo genera el destino.

Pero, ¿qué es el vértigo en Vertigo? Es el preanuncio de una caída que a la vez nos espanta y nos atrae. Es otra forma de entender la expresión bíblica del Salmo 42:7 Abyssus abysum invocat: «Un abismo llama a otro abismo».

Quizás para Hitchcock el erotismo que impregna esta película sea su modo de hacernos vivir su abismo personal, su inocultable pulsión sexual: las uñas que se pintan, los pies, las piernas y sus medias de nylon, los ojos de Madeleine/Judy.

Hasta la delicada —por calculada— distancia entre la «rubia Hitchcock» y la rubia de menor belleza —afeada con lentes— Midge Woods (Barbara Geddes), la exnovia, habla del manejo de su fetichismo (y voyeurismo: no olvidemos el telescopio que había instalado en su departamento para espiar a Grace Kelly) a favor de la mirada del espectador.

Tampoco podemos alejar fácilmente de la mente lo que ocurre en el departamento de «Scottie» tras el rescate en la Bahía de San Francisco: se supone que él la desnuda completamente para secar su ropa y que la acuesta en su cama creyendo que está desvanecida, pero, ¿ella lo estaba realmente?

Cuando se incorpora en la cama cubierta sólo por una manta y muestra sus hombros desnudos se logra elevar la sensualidad de esa «trampa erótica» —la posibilidad de que ella se hubiera dejado desvestir consciente—, hasta un nivel muy alto sin que el amperímetro (o un eventual «sexualímetro») apenas mueva su aguja en la pantalla.

Hitchcock —cuyo tradicional cameo ocurre, en esta oportunidad, a los 11 minutos— nos lleva al mundo de su erótica personal con la misma delicadeza con la que imaginamos a «Scottie» desvistiendo a Madeleine.

De hecho, aquella Marilyn Pauline Novak (luego, Kim) de Chicago, que se jactaba de poder llevar sólo un pulóver sin la necesidad de un corpiño, fue desensamblada por el director inglés con la cámara, del mismo modo en que «Scottie» la reensambla en la segunda parte de la película, y si sus pulóveres excitaban al «macho americano», no ejercía el mismo efecto en el inglés, quien ocultaba sus pasiones decididamente más abajo.

Como sea, el sexo es el abismo y el conflicto central del expolicía que se planta ante su propia virilidad en la toma final, como un macho que ha vencido su miedo y se reencuentra a sí mismo —tras un viaje entre espejos rotos de recuerdos parciales— enfrentando la misma y horrible cara de la muerte.

Pero si el amor salva al sexo de ocasionar nuestra caída en el pecado, en Vertigo el amor no logra hacerlo: la caída hunde a la ambiciosa —para quien el amor llega tarde— y salva a nuestro héroe quien debe perder ese amor, paradójicamente, para salvarse a sí mismo. Al vértigo se lo derrota en la caída final del pecado.

Sin embargo, hay un abismo más por el cual ocuparse, y es el abismo de la boca y los ojos. Una boca de mujer en primerísimo primer plano como comienzo y para el inicio de los créditos y un viaje por el rostro hasta terminar en el ojo derecho.

Un nuevo zoom nos acerca a la pupila. Luego un viraje al rojo y finalmente, del centro de la pupila, emerge el título. A partir de allí los diseños giratorios abstractos y fractales de Bass. Todo es un pozo sin fondo que nos lleva a la primera escena del filme. Más allá de esos primeros ojos, las miradas tendrán su labor estructural, comunicacional, que se espera del entramado general del filme, pero las bocas tendrán un trabajo más específico: los besos.

Dentro de la filmografía de Hitchcock, los besos conforman un capítulo aparte: enseñó a muchos directores a filmar besos y a más de uno aleccionó acerca de cómo besar en su vida privada.

La Ley Hays imperante en la época (impulsada por el republicano William Hays), prohibía que los besos en la boca duraran más de tres segundos, de modo que nuestro inglés, que tanto sexo destilaba en sus películas, realizó verdaderas proezas para sortear la exigencia, consiguiendo, por ejemplo, que aquel besazo que Cary Grant le estampa a Ingrid Bergman en Notorius (1946) y que seguirá por tres minutos, entrecortándose cada tres segundos, quedará como la escena de beso por excelencia en la historia grande del cine.

Ni qué hablar de aquel beso en cámara lenta que Grace Kelly le da a J. Stewart al comienzo de La ventana indiscreta (1954).

Pero el primer beso que «Scotty» le da a nuestra rubia Madeleine, con las olas del mar rompiendo detrás —sincronizando besos y estallidos de agua—, y el marco de la banda sonora de Bernard Herrmann —quizás lo mejor que se ha escuchado en música incidental—, hace de este primer beso una bellísima joya del más delicado erotismo que no se queda atrás respecto de esas otras búsquedas de «Hitch» por hundirse en el vértigo de aquellas bocas de sus rubias.

Quizás éste sea el mejor final que podamos darle a nuestro acercamiento a Vertigo. Una película vasta, inabarcable por las palabras de un discurso como cualquier obra de arte.

Toda la tragedia, todo el conflicto y hasta el chismorreo acerca de la sensibilidad sexual de Hitchcock exhibe la esencia humana de su genio creador y que, a pesar del tiempo pasado —ya unos 62 años—, sigue seduciendo a los amantes del siempre bueno y fiel cine.

 

 

 

***

Una escena de «Vertigo»

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras.

Pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía.

Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social.

La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma.

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Kim Novak en un fotograma de Vertigo (1958), del realizador inglés Alfred Hitchcock.

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