«Wakolda», de Lucía Puenzo: La obsesión por el control de los cuerpos

Esta novela narra -al igual que el largometraje de ficción homónimo- el cruce casual de Lilith y José, sus dos protagonistas. La niña de 12 años presenta un problema hormonal de crecimiento, mientras que el hombre oculta un pasado oscuro como científico ex miembro de las SS de la Alemania nazi, ahora prófugo por Argentina. Ambos, sin embargo, irán construyendo una relación de obsesión y dependencia mutua que irá sosteniendo el argumento de la trama literaria.

Por Francisco García Mendoza

Publicado el 15.5.2018

La 44ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires ofrece una destacada variedad de literatura recientemente publicada. Las dimensiones casi inabarcables del Predio Ferial La Rural invita al visitante a perderse entre medio de la gente y de los millares de ejemplares que son potenciales objetos de lectura y de análisis. Entre mis adquisiciones destacan obras de argentinos cuya elección no obedece a ningún patrón en especial y responden más bien a una preferencia personal y a una que otra recomendación amiga. Entre ellos puedo mencionar, por ejemplo, a Facundo Soto (1972), Federico Falco (1977), Edgardo Scott (1978) y, quien aparece como primera reseñada, Lucía Puenzo (1976).

Puenzo es una reconocida escritora y cineasta argentina. Como narradora debuta con la novela El niño pez (2004) seguida de, entre otras, por Nueve minutos (2005) y La furia de la langosta (2009). Como directora y guionista destaca entre sus producciones el largometraje XXY (2007), galardonado ese año con un Goya a la mejor película extranjera.

Wakolda (2011), su última novela publicada, narra el cruce casual de Lilith y José, sus dos protagonistas. La niña de 12 años presenta un problema hormonal de crecimiento, mientras que el hombre oculta un pasado oscuro como científico ex miembro de las SS ahora prófugo por Argentina. Ambos, sin embargo, irán construyendo una relación de obsesión y dependencia mutua que irá sosteniendo el argumento de la novela.

El texto plantea la tesis del cuerpo como espacio de experimentación y sometimiento en pos de un fin mayor. Por una parte, el científico busca perpetuar la idea higienizante de la Alemania nazi, mientras que Enzo -padre de la pequeña Lilith- cultiva cierta fijación con la fabricación casera de pequeñas muñecas: “Nunca antes había estudiado un cuerpo de porcelana con tanto detenimiento: era una obra de arte que se acercaba demasiado a la vida” (19). Estas obsesiones compartidas irán fortaleciendo los lazos de confianza que le permitirán al alemán ir acercándose al que será su nuevo Conejillo de Indias.

Con el orgullo de un pasado que arrastra esterilizaciones masivas, intentos por modificar el color de la piel y los ojos, enfermedades inoculadas en cuerpos adolescentes y pruebas de congelación avaladas por el Tercer Reich, José ve en la Patagonia un lugar perfecto para refugiarse y tratar de continuar con las investigaciones interrumpidas por la caída del Führer. La casualidad hace que la niña aparezca en su camino hacia Bariloche y la obsesión por volver a experimentar con las imperfecciones morfológicas humanas se vuelve irrefrenable.

Para el alemán, los seres humanos son simplemente especímenes. Lo que el común de la gente califica de atrocidad, él no duda en resignificarlo como un gran logro: “Podemos decir que sos mi obra” (216), le confiesa José a la pequeña cuando ya la ha sometido convirtiéndola en su objeto de estudio. De hecho, para el científico, la familia de Lilith vendría a ser algo así como un pequeño zoológico humano. La anormalidad presente en los sujetos le atrae obsesivamente, porque ve en esos cuerpos extraños múltiples posibilidades de experimentación. Lilith y sus padres desafían las teorías de limpieza racial: “No era la primera vez que observaba el mismo fenómeno: la genética de dos individuos mediocres podía combinarse para traer al mundo especímenes perfectos” (26).

Para el científico la mezcla es sinónimo de degradación y ese será el lema que defenderá hasta el final de sus días. El alemán se erige así mismo como un dios al promover cierto control biopolítico de los individuos y de la población en la cual ha experimentado.

José tiene, además, algo de Humbert Humbert (el protagonista de la novela Lolita (1955), de Vladimir Nabokov) en su fascinación por la pequeña ninfa, y Puenzo trabaja con maestría la elipsis para brindarle esa sensación al lector sin caer, por supuesto, en las referencias explícitas. La obsesión de Puenzo, al revisar su obra completa, apunta a posicionar al cuerpo como un espacio productor de múltiples significados, y a partir de esta concepción la creadora argentina ha ido configurando su particular imaginario narrativo y cinematográfico.

 

 

La portada de la novela «Wakolda» (2011), de Lucía Puenzo, por Tusquets en su colección andanzas

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: La escritora y cineasta argentina Lucía Puenzo, por el fotógrafo Lucio Ramírez