La novela del escritor magallánico es un férvido relato en torno a la traición, el resentimiento y la suplantación de identidad, que recuerda a la relación endogámica que proyectara David Cronenberg en su filme «Dead Ringers» (1988), que narra las estrambóticas vidas de dos doctores gemelos, unidos por increíbles obsesiones que los llevan a un precipicio de locuras, y a un final para el cual están destinados de manera catastrófica.
Por Nicolás Poblete Pardo
Publicado el 3.2.2019
Yo mi hermano (Lom Ediciones, 2015), la última novela de Juan Mihovilovich (Punta Arenas, 1951) nos sumerge en una suerte de líquido amniótico donde se gesta la progenie monstruosa que parirá a dos hermanos que pueden ser uno pero que jamás empatan en sus expectativas. Yo mi hermano es una historia de suplantaciones y de una feroz pugna por la identidad perdida y deseada. Su estructura a dos (supuestas) voces intercala narraciones entre paréntesis, donde se revela al hermano mayor criticado, un escritor misántropo y en proceso de fragmentación.
Sin embargo nada es claro en esta novela, pues desde el inicio se nos presenta una advertencia inicial que frustra la posible expectativa de linealidad, veracidad e incluso verosimilitud: “Yo sé que mi hermano escribirá por mí. Eso me tiene sin cuidado. El que deberá cuidarse es él”. En una incansable pasada de cuenta, la voz narrativa nos previene: “Este libro, si es que se le puede llamar así a esta sarta de falsedades que hará aparecer por mi boca o por mis sentidos o por la que, iluso el pobre, supone también mi desbocada imaginación”. De este modo, la voz fiscaliza su propia pretensión, a través de un lenguaje docto, bajo una luz semi burguesa, con referencias clásicas a la literatura y al arte (Ray Bradbury, Kafka, Lewis Carroll).
El malquisto hermano es propuesto como víctima de “ridículos pánicos escénicos” y ostenta una “personalidad perversa”. Vive aislado en un piso lleno de hormigas y plantas secas, y en un estado de disociación temporal, donde el gran esfuerzo consiste en ir: “hacia atrás, hacia el comienzo, entonces”. Uno de los recuerdos destaca la escena en la que este perverso hermano le destroza un ojo al hijo de la vecina. Luego nos enteramos de cómo empuja a su hermano menor a un río congelado mientras sonríe sádicamente. De este modo se empieza a conformar una elusiva forma monstruosa: “Ya eras un pequeño monstruo pugnando por venir a destruir nuestro mundo”. Nos confiesa: “A esas alturas tenías diez años. Te vi y oí desde el útero materno confidenciándole atrocidades a una prima: yo no era hijo de mi madre. No. Mi padre había violado sin compasión a mi hermana y yo era el resultado”.
La (con)formación del monstruo viene anticipada: esta amalgama de hermandad traza el destino maldito que se le ha adjudicado: “Ya venías maldecido desde el vientre”. No es de extrañar, entonces, que los orígenes sean oscuros. Se dice que la madre es mayor que el padre por diez años, dato que se considera una señal para producir hijos defectuosos. Asimismo, la madre adopta las características de una bruja, pues tiene la capacidad de predecir el sexo de las guaguas de embarazadas. La madre se caracteriza por su “ladina astucia… y trazado de serpiente”. Por su parte, el (idealizado) padre es un policía que ha sido transferido de su puesto de trabajo, y se sugiere un asesinato (del cual sale impune). Así, padre policía y madre bruja (cuyo propio padre se ahorca en Chiloé), gestan su progenie monstruosa.
Difícil es escapar de la maldición: “La maldad se lleva en la sangre, se viene con ella y ella te lleva hasta la tumba”, confiesa. Así, la maledicencia y el permanente miedo de usurpación predatoria llenan las páginas de esta novela. Como en una narración de Beckett, donde una voz da cuenta de la opresión de un espacio desfamiliarizado, esta voz se hace paso a través del formato de la carta, su única comunicación con el mundo exterior, al nivel que se pregunta: “suponiendo que tal mundo exista y no sea otro ardid de mi imaginación”. Anclado a un pasado y a un resentimiento inmensurable, ya que depende monetariamente de su hermano mayor, la voz dominante ingresa en un espiral de alucinaciones, donde admite: “la existencia es solo un documental sobre uno mismo, escrito y filmado por otros”.
A medida que avanza la narración ambos hermanos comienzan a unificarse en un confuso juego competitivo y mentalmente perturbador que me recuerda a la relación endogámica que proyectara David Cronenberg en su filme Mortalmente parecidos (1988), inspirada en Twins, la extrema novela de Bari Wood y Jack Geasland que narra las estrambóticas vidas de dos doctores gemelos, unidos por increíbles obsesiones que los llevan a un precipicio de locuras, y a un final para el cual están destinados de manera catastrófica.
Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es escritor, periodista y PhD en literatura hispanoamericana por la Washington University in St. Louis, Estados Unidos. En la actualidad ejerce como profesor titular de la Universidad Chileno-Británica de Cultura, y su última novela publicada es Concepciones (Editorial Furtiva, Santiago, 2017). Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Jeremy Irons y Geneviève Bujold en un fotograma de Dead Ringers (1988), del realizador canadiense David Cronenberg.